Tropezones

Sensibilidades de cristal

El presidente turco Tayyip Erdogan.

El presidente turco Tayyip Erdogan. / Reuters

Lamberto Wägner

Lamberto Wägner

Cuenta Antonio Muñoz Molina en un artículo de la prensa de ayer el caso de una mujer denunciando como machista el relato de un escritor por decir que: «Mientras escribe oye a su mujer haciendo algo en la cocina».

Y en la misma vena nos relata el caso de una profesora adjunta de Historia del Arte de un college de Minnesota, que por publicar una miniatura persa del siglo XIII representando a Mahoma es denunciada por islamófoba y racista y acaba siendo despedida y con su carrera posiblemente averiada para siempre.

Son estos dos casos de sensibilidades exacerbadas, el primero sin consecuencias, y el segundo con dura secuela para la pobre historiadora, que seguramente sabedora de la prohibición del islam de publicar imágenes del profeta, en la vida imaginara tal castigo por mostrar una efigie, por cierto cándida y sofisticada, en el estilo de las iluminaciones de manuscritos de la época.

Como no cabía esperar menos del escritor, desarrolla el tema magníficamente, cuestionando estas sensibilidades de cristal que van coartando paulatinamente la libertad de expresión «hasta el punto de dejarla restringida a campos como la numismática». Pero como siempre en las reseñas periodísticas actuales, se nos describe el fenómeno, pues la crítica es fácil, pero no nos proponen ni curas ni antídotos. Y yo me iba a atrever a pergeñar en mi columna alguna medida cautelar, de carácter preventivo o cuando menos paliativo. Hasta que he recordado un ejemplo similar divulgado estos días, que les resumo rápidamente. Ante las agresivas iniciativas de Rusia para con sus vecinos, Suecia ha solicitado la admisión en la NATO, habiendo obtenido el visto bueno de prácticamente todos los socios, excepto el de Turquía, que le reprocha a mi país ser apoyo y santuario de grupos vinculados al terrorismo kurdo. Y que no han tardado en entrar a trapo por cierto, colgando una efigie del presidente Erdogan de un poste de alumbrado, prendiéndole fuego al muñeco, por si quedara poco claro el mensaje. La situación se ha envenenado, con llamada del embajador y la liturgia de rigor en estos casos. Pero la puntilla la ha dado un ciudadano danés, sospechosamente amigo de un periodista ruso, plantándose ante la embajada turca en la capital sueca y procediendo a quemar un ejemplar del Corán, protegido en su quehacer por la policía nacional, tan celosa ella de garantizar la libertad de expresión. Con las consecuencias que ya nos son familiares en las naciones musulmanas, como lo es Turquía, y más bajo el autócrata Erdogan: atentados a los intereses suecos en el país, algaradas airadas de los países islámicos y las subsiguientes advertencias del ministerio sueco de Asuntos Exteriores a los turistas con intención de visitar Estambul. (¿Pero por qué no se conformarán en sus represalias con quemar media docena de biblias ante la basílica de San Pedro?).

¿Y se dan cuenta de lo barato que puede resultar un simple fósforo a la hora de provocar estragos en alianzas defensivas afianzadas tras meses de laboriosas negociaciones?

Pero a lo que iba. Si en los casos que ilustra Muñoz Molina me hubiese aventurado con unos consejos para evitarlos, en este último la tarea se me antoja ciclópea y totalmente fuera de mi horizonte vital. Aunque tampoco me contento con la resignada observación del escritor que la lección de los ejemplos anteriores terminen «haciendo innecesaria la censura». Por el contrario, no dejemos nunca de ponerles sonoros cascabeles a los gatos de la intolerancia y el fanatismo.

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