Retiro lo escrito

Arriaga se postula

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

La súbita candidatura de Enrique Arriaga para la alcaldía de Santa Cruz de Tenerife en las elecciones locales del próximo mayo es una síntesis difícilmente superable de cinismo tahúr e insignificancia ridícula. Si en el resto de España Ciudadanos se ha convertido en una tragicomedia a punto de bajar el telón, en Canarias ha sido una opereta cada vez más grotesca y peor cantada. Para referirse solo a Tenerife las figuras de Ciudadanos o se han pasado al insularismo caciquil y socialdemócrata de Casimiro Curbelo (los cuatro años de vacaciones pagadas de Teresa Berástegui en la Viceconsejería de Turismo) se incorporarán a listas socialistas (Matide Zambudio por decisión salomónica, es decir, tomada en un almuerzo con ensalada de salmón, de Patricia Hernández), han entrado con voto de oro en gobierno de CC y el PP (Evelyn Alonso en Santa Cruz de Tenerife) o han acampado en la cercanías de los coalicioneros para ver si se les echa un cabo como el caso de la diputada Vidina Espino. Que algunos hayan abandonado el partido y a otros los hayan echado resulta más o menos indiferente. En realidad Ciudadanos nunca fue nada (ni política, ni organizativa ni programáticamente) en Canarias. Siempre funcionó como un mosaico de clubes de amigos y compinches y jamás tomó una decisión propia al margen de los órganos de dirección nacionales a los que, sin embargo, no hicieron puñetero caso después de las elecciones de 2019. Unos y otros se inventaban instrucciones, directrices, respaldos o impugnaciones. Tal vez la excepción que actuó con rigor y coherencia fue Alfredo Gómez, concejal del ayuntamiento de La Laguna, y por eso mismo ha sido el único perseguido sañudamente, además de aguantar en el pleno los insultos y las promesas de puñetazos de los heroicos progresistas que desgobiernan el municipio.

Arriaga no ha tenido esos problemas. No los ha tenido porque la aritmética de los resultados electorales le fue propicia y pactó enseguida con quien tenía que pactar, es decir, con el que más le ofrecía, Pedro Martín. Tampoco era exclusivamente cuestión de pelas y estatus, sino de un resarcimiento macerado durante lustros. Funcionario técnico del Cabildo tinerfeño, Arriaga nunca recibió el olímpico reconocimiento que, en su modesta opinión, merecía por parte de Ricardo Melchior o de Carlos Alonso. «Los he echado yo», repetía ufanamente por los pasillos en el verano de 2019, «no el PSOE, sino yo». Por supuesto en estos casi cuatro años de mandato Arriaga no ha hecho absolutamente nada de nada en el Cabildo. El desierto de Gobi está más lleno de iniciativas, logros, planeamiento y gestión que el despacho del vicepresidente de la corporación. Para ser sincero tampoco ha sido un lastre. Pedro Martín es un Titanic en sí mismo: un sujeto que cree que ser presidente del Cabildo es disponer de muchos trajes, huir de los expedientes, meter tripa cuando le sacan fotos y salir a escape a Guía de Isora a las cinco de la tarde. Pero hasta Martín se ha asombrado de la inutilidad de Arriaga y ha debido imponerle el director insular de Cultura –que sin duda contagiado por el ambiente se ha limitado a cobrar el sueldo– y al director insular de Deportes, que ha debido dimitir por un oscuro y pestilente asunto de coches y tarjetas de crédito y una denuncia falsa contra un «mediador» que, al parecer, tiene una excelente relación con el señor presidente.

Arriaga ya no se ocupa de esas nimiedades. Al fin y al cabo ese director de Deportes no era asunto suyo, sino de los innumerables favores y compromisos de Martín con las agrupaciones socialistas. Arriaga se postula como alcalde para huir del Cabildo, porque en mayo no podría conseguir ser consejero ni por casualidad. Ser concejal, en cambio, es más sencillo y más barato. Y él siempre ha sido un hombre muy mirado para las perras.

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