Venga, circule

La escalera

La escalera.

La escalera.

Meryem El Mehdati

Meryem El Mehdati

Muy a menudo pienso en todas las personas que no pueden dedicarse a la escritura porque escribir no da para ni para pagar la cuenta del bar. A muchas de estas personas las persigue con las fauces abiertas una palabra terrorífica por un pasillo muy estrecho y oscuro. Corren y corren pero no dejan de sentir su aliento en la nuca. Tienen la certeza de que esa palabra jamás desaparecerá de sus vidas, que aunque cumplan años y quemen etapas siempre estará allí, esperándolas. Al final de ese pasillo les aguarda una escalera frágil, cochambrosa. La comienzan a subir porque no les queda otra, porque la vida les va en ello. No es una hipérbole, es literal. La vida le va a todo el mundo en esto. Los primeros cuatro peldaños de la escalera vinieron dados por el sacrificio y el esfuerzo que otras personas hicieron en su momento. En mi caso, cuando cierro los ojos veo los codos de mi madre al lado de los míos mientras repasábamos páginas y páginas de libros de Matemáticas o Biología hasta las tantas. Soy consciente de que he tenido bastante suerte. Los siguientes peldaños los ponen ellas mismas, poco a poco, entre cartas que vienen bien dadas, momentos en los que miraron al suelo y se tragaron la bilis o el orgullo, infinidad de situaciones en las que dijeron «Sí» a pesar de estar cansadas, o enfermas, o desbordadas, por pavor a perder Una Oportunidad Buenísima. La escalera nunca dejará de estar a punto de desaparecer en cualquier momento; cuesta tanto levantarla y tan poco que se desvanezca… Descubrirán que Una Oportunidad Buenísima en la mayoría de las ocasiones no suele ser tan buenísima como se pinta. Todas tienen truco.

El truco es el siguiente: una dedicación absoluta a cambio de cacahuetes en un mercado copado por dos o tres pesos pesados cuya maquinaria se traga todo lo demás. La mayoría de estas personas habrá de aparcar su salud mental durante varios meses y lanzarse a presentaciones, entrevistas, mesas redondas, coloquios, ferias en ciudades que les resultarán ajenas, extrañas, demasiado frías, demasiado calurosas. Irán de hotel en hotel y de desayuno de buffet en desayuno de buffet con rostros que desaparecerán de sus memorias tan pronto salgan de allí y mujeres del servicio de limpieza que harán sus habitaciones cada día, todos los días. No recordarán en qué día viven. Muchas lo llamarán «Gira» porque suena sexy, suena llevar una vida de estrella del rock, no a precariedad, que es la palabra que mantiene en vilo a casi toda una generación. Respondía Jorge de Cascante a una pregunta en una entrevista de Vanity Fair: «Nadie lee nada y los espacios en medios de comunicación están reservados a dos o tres editoriales gigantes». Aun así verán a escritoras y escritores cada vez más escuchimizados escribir una nueva novela cada año o cada dos. ¿Cuál es su secreto, cómo viven? No teniendo que pagarse el alquiler, por ejemplo. Siendo hijos de, que eso siempre ayuda. Los pocos desgraciados que no heredarán nunca nada más allá de la vajilla de la casa familiar o con suerte algún anillo de sus madres viven así: encadenando royalties y luchando por no salir de la mesa de novedades. El ritmo es inasumible, tóxico y deshonesto para todos los demás, pero nadie dijo nunca que la literatura fuese asumible, justa u honesta. Todo lo que cree conocer sobre el mundo literario es mentira. Las listas de recomendados suelen estar monopolizadas por dos o como mucho tres editoriales, las fajas que ocupan la misma superficie que el puño de la mano de un gigante de tres metros de altura son puro marketing de favores que se deberán en el futuro y navajazos vuelan por las fechas de publicación.

Esta cuestión solía entristecerme pero encontré consuelo hace muy poco en unas palabras de Kafka, al que no le quedó más remedio que ponerse a trabajar en una compañía estatal de seguros porque él tampoco era hijo de burgueses y la literatura incluso entonces apenas daba para un café con leche. «En la oficina cumplo con mis obligaciones externas, pero no con mis obligaciones internas, y toda obligación interna no cumplida se convierte en una desdicha que ya no se aparta de mí». Las pocas amistades que tengo que se dedican a escribir lo hacen aquí y allá en medios pequeños y editoriales minúsculas. Se mueven sin quejarse en los márgenes que han conseguido agrandar a base de concesiones que no todo el mundo está dispuesto a hacer. La palabra que les persigue sigue dando vueltas al pie de la escalera, pero resisten. Kafka murió de tuberculosis a los 40 y nunca disfrutó de su éxito. Temo que corran una suerte similar. La idea me produce una desdicha que temo nunca se aparte de mí.

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