Isla Martinica

El que sigue a un ciego

La izquierda tiene un problema y, por extensión, España también. Desde hace unos años, ha cambiado la clave ideológica hacia unos derroteros que ponen en jaque muchos valores y convenciones, más de los que debiera, hasta llegar a comprometer el propio Estado. En un primer momento, fue la desigualdad social el centro de la diana de los progresistas, mientras que ahora es la identidad la esencia de su lucha por las ideas. El pecado original es que reconoce todas, menos la nuestra como pueblo. La española es una identidad, como lo podía ser la de género o la racial, y, sin embargo, la identidad nacional, al menos para los progres de turno, les supone un profundo conflicto.

Hablar de españolidad, sobre todo para algunos miembros del gobierno de coalición, es una fuente de disgustos, porque, reconocer la identidad judeocristiana de nuestra historia en común, sería asumir ciertos valores que no están dispuestos a aceptar. Esta problemática sale a relucir de vez en cuando, ya sea con el soberanismo independentista, ya sea en el ámbito educativo, en el que se confirma a diario el desprecio por lo que nos une como nación histórica, y, por supuesto, cuando sucede algo excepcional e inesperado como un ataque terrorista que se define por el uso de símbolos religiosos en contra de la tradición que sustenta la misma existencia de España y, en general, del continente europeo.

Esta situación, la de una izquierda ensoberbecida por el discurso antiespañol e identitario, roza el esperpento cuando se quiere negar lo evidente. Atacar a la cristiandad, a los símbolos de una fe, tanto como a sus hombres y mujeres, y provocar la muerte en favor de la lucha yihadista debería ponernos en guardia sobre un mal que las autoridades no quieren ver. Se suele decir que no hay peor ciego que el que no presta ojos a lo que tiene justo delante. La parsimonia ante el imparable avance del islamismo por todo Occidente es casi tan perjudicial como el propio asalto de la barbarie salafista. Lanzar al vuelo encendidas soflamas sobre la convivencia pacífica, la diversidad cultural y demás pamplinas de la intelectualidad progre, en connivencia con la izquierda mediática, sólo enturbia el entendimiento del problema.

La cultura europea está asistiendo, desde hace un par de décadas, a un asedio en toda regla, en el que el capítulo terrorista es únicamente la punta del iceberg. En Francia, en Bélgica sobre todo, pero también en España existe un serio problema de integración cultural por parte de un amplio sector de la inmigración ilegal que arriba a nuestras fronteras. Ya sé que algunos sentenciarán de inmediato que estas líneas son redactadas bajo la furia xenófoba, pero no es así en absoluto. Uno intenta abrir bien los ojos y no cerrarlos, como hacen los políticos de la izquierda. Porque no vaya a ser, como en el relato bíblico, que, de seguir a un ciego, todos caigamos en el mismo agujero de la sinrazón. Recuerden la entrada masiva de jóvenes magrebíes –así se la denominó, por no calificarla como «invasión», que hubiera sido lo apropiado– en las ciudades autónomas del Norte de África, cuando accedieron por miles los irregulares, y las posteriores declaraciones de la Vicepresidenta de la nación, Yolanda Díaz, que encontraba más preocupante el estado anímico de los recién llegados que la misma seguridad de las familias españolas de Ceuta y Melilla. Un auténtico dislate, uno de tantos de la tropa de Sánchez.

La última del yihadismo en Algeciras sitúa a la izquierda otra vez ante el espejo, donde debe retratarse y ordenar sus prioridades. ¿Proteger las fronteras nacionales o a la inmigración irregular? Más claro todavía, por si no se ha entendido bien el mensaje: ¿es España el país de los españoles o la escenificación terrenal de los mundos de yupi? Por ello, digo y concluyo que la izquierda tiene un serio problema, pero también España con este grupo de ciegos que nos conduce al abismo.

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