Un carrusel vacío

Amores posibles e imposibles

Amores posibles e imposibles

Amores posibles e imposibles

Marina Casado

Marina Casado

No es un secreto que se acerca el Día de San Valentín. Nos invaden los corazones, los conejitos con ojos de corazones, las camisetas con conejitos de ojos de corazones… Rosas rojas, bombones, ofertas de dos por uno en los restaurantes y de escapadas románticas de fin de semana para celebrarlo por adelantado, porque este año, desgraciadamente para las plataformas comerciales, cae en martes. Vuelven también los celebérrimos comentarios y chistes de aquellas personas que tratan de proyectar una imagen de escepticismo hacia esta fiesta, pero que se acuerdan demasiado de ella, quizá con un trasfondo de amargura por no tener pareja, como si perdieran una oportunidad única, como si todas los enamorados esperaran doce meses con ansiedad para poder celebrar ese 14 de febrero.

¡Qué equivocados están! Mis padres, por ejemplo, jamás se acordaron de San Valentín y no conozco una pareja que se haya querido más que ellos. Él tenía una expresión fantástica para despacharlo: “Eso son pavás y tontás”. Yo he debido de heredar su indiferencia “sanvalentinesca”, porque nunca me ha afectado la fecha, ni para bien ni para mal. Como siempre digo, voy a agradecer que me regalen chocolate un 14 de febrero o un 14 de abril. Y voy a agradecerlo mucho, porque cada año que pasa soy más golosa.

De todos modos, hablar del amor en estos tiempos es caminar sobre arenas movedizas. En determinados contextos, por ejemplo, se critica lo que llaman “el amor romántico”, que es la idealización inevitable que acompaña al nacimiento de cualquier amor. Hay gente que está convencida de que eso es el caldillo de cultivo para la violencia machista y para la “dependencia emocional”. ¿Qué habría sido del arte sin ese romanticismo? ¿Qué habría sido de nuestra propia condición de seres humanos, si nunca hubiéramos sentido que nos mecíamos entre nubes porque nuestro amado nos ha escrito un mensaje diciendo que nos echa de menos, o cuando el mundo ha parecido a punto de quebrarse porque una relación ha terminado? La violencia machista es solo una perversión de todo eso, no una consecuencia. Es algo antinatural, al contrario que la idealización amorosa. No puede mezclarse.

Por otra parte, creo que es imposible no depender emocionalmente, hasta cierto punto, de alguien a quien queremos. Los sentimientos nos vuelven vulnerables, pero forman parte de nuestra humanidad. Otra cosa sería amar a una persona que nos está haciendo daño, consciente o inconscientemente. En tal caso, permitirnos a nosotros mismos depender de cualquier forma de ese sujeto sería como lanzarse al foso de los cocodrilos.

Además, las aplicaciones como Tinder han cambiado mucho la forma de concebir las relaciones sentimentales en unos pocos años. Empecemos diciendo que hoy en día cualquier persona normal y corriente puede estar registrada en Tinder, mientras que hace dos décadas eran los “desesperados” los que acudían a plataformas como aquel mítico chat de Terra o incluso a agencias matrimoniales. Al menos, existían innumerables prejuicios al respecto. Hoy todo se ha normalizado. El asunto tiene muchas ventajas, porque es más sencillo conocer a alguien con nuestras aficiones, pero esa misma sencillez es un arma de doble filo, ya que caemos en un exceso de posibilidades. Puedes estar conociendo a una persona y angustiándote ante la incertidumbre de que la siguiente sea más interesante. De ese modo, mucha gente no cierra puertas y no es capaz de centrarse en una persona, aunque le guste, sino que “pica” de aquí y de allá, convirtiendo cada cita en una especie de casting, en una competición. Surge el “si te he visto, no me acuerdo”, que ahora se llama “ghosting”, y aquellos otros que te van dando una de cal y otra de arena para engancharte, sin llegar a ofrecerte nada real. Me fascina que estas prácticas sigan llevándose a cabo traspasada la frontera de los treinta, y me consta que así sucede.

Decía Joaquín Sabina en una canción que “hasta los huesos, solo calan los besos que no has dado”, y quizá esos sean los amores más inmortales: los platónicos, los imposibles. Aquellos que se quedan en una mera idealización, que sobreviven a los años y hasta se vuelven más brillantes, y dejan esa “espina” machadiana en el corazón, y nos inspiran un poema o un poemario entero. Hay una especie de sufrimiento lírico que los acompaña, una punzada de nostalgia por algo que ni siquiera hemos conocido. “Volved, volved a mí todas aquellas cosas que no fuisteis”, escribía Rafael Alberti para invocarlos. Probablemente, esas personas con las que soñamos nunca hayan existido. Y desde luego, jamás celebrarán con nosotros San Valentín.

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