Desde la sala

Hastiada del electoralismo emocional

Myriam Z. Albéniz

Myriam Z. Albéniz

Ya en puertas de la enésima campaña electoral, encontrar a profesionales de la política que hablen de modo inteligible y expongan ideas originales resulta misión imposible. Lo habitual es que apuesten por la nula innovación y el uso de obviedades, con discursos rayanos en la insensatez más que en la coherencia. En principio, comunicar para ser entendido no debería resultar tan difícil, pero para ello se antoja esencial tener voluntad sincera. Y es que oyendo a la mayoría de los actuales cargos públicos se constata con profunda decepción que la dialéctica y la oratoria continúan siendo las grandes olvidadas del sistema educativo español. Motivar al alumnado para que debata en clase y demuestre sus conocimientos a través de pruebas orales constituye aún una utopía. Como consecuencia, en España se adolece de esa imprescindible habilidad –tan desarrollada en países de nuestro entorno– para expresarse en público, así como de la necesaria capacidad discursiva, lo que, llevado al terreno de la disertación, da como resultado el preocupante escenario que reflejan el Parlamento nacional y los autonómicos. 

Para colmo de males, los candidatos a la Presidencia del Gobierno y los altos representantes de las Administraciones Públicas suelen abonarse a la utilización de su particular argot como herramienta que les permita dar contenido a sus, a menudo, incomprensibles y contradictorios mensajes. Como regla general, someten cualquier término a una perversa carga ideológica, con la doble finalidad de atacar las posiciones de sus rivales y enaltecer las propias. Además, para mayor confusión, conceptos tales como izquierda, derecha, conservadurismo o progresismo sufren con el paso del tiempo una patente desnaturalización por culpa de ese tenaz empeño en acomodarlos a una realidad cambiante, significando finalmente lo contrario de lo que querían decir en un principio. 

En este sentido, y por introducir una necesaria pincelada de humor, una de las aportaciones más hilarantes sobre este tema es la alusión al politiqués como ese pseudoidioma pleno de retórica, jactancia y sobredosis de muletillas que, llevado al extremo, deriva en el dialecto tertulianés, y que ni sus propios usuarios entienden a micrófono cerrado o una vez apagadas las cámaras. A menudo resulta altisonante, complicado y abstruso, una auténtica oda a los lugares comunes, cuando no a la ignorancia más supina. Abordando este espinoso asunto desde otra perspectiva, el inolvidable Mario Moreno nos dejó también como herencia su acreditado método para aparentar sabiduría en todas y cada una de las ramas del conocimiento denominado «cantinflear», o sea, hablar sin decir nada. Si semejante vacío se reviste, además, de ambigüedad, polémica y agitación, el cuadro termina de completarse. El toque equívoco siempre ha resultado muy útil para captar a un número superior de miembros del electorado. Ocurre lo mismo con el tono alborotador, llamado a suscitar intensas adhesiones o profundos rechazos, y con la vertiente contenciosa, dirigida a derrotar a un adversario que, de no existir, conviene crear con urgencia. Es entonces cuando entra en juego la guerra por las audiencias, entablada en esos pseudocoloquios donde gritar sustituye a razonar, interrumpir a dialogar y simplificar a argumentar, convirtiendo los debates políticos en una mera alternativa de entretenimiento, como si de un espectáculo circense se tratara. A este fenómeno contribuye en gran medida la retroalimentación que vincula a los platós con las redes sociales, a través de sus colonizadores trending topics, hashtags y likes, y que trata de captar a un público ávido de figuras ganadoras que, a la postre, se tornan perdedoras, como sucedía en las luchas de gladiadores de antaño, aunque ahora la sangre sea virtual. Con las urnas de nuevo en el horizonte, las recientes palabras del profesor de la Universidad de Toronto Matthew Feinberg vienen como anillo al dedo. A su juicio, la política moderna, con sus controversias diarias, su incivilidad y su ineptitud, supone para la ciudadanía una pesada carga emocional. Y, dadas las circunstancias, creo que no le falta razón.  

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