Notas de un espectador

Vieira. Alegría y resplandor de la noche

Manolo Vieira, en el Chistera, con el cartel de 'La última y nos vamos'.

Manolo Vieira, en el Chistera, con el cartel de 'La última y nos vamos'. / Andrés Cruz

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz

A muchos nos salvó de esa presencia pegajosa de las nocheviejas, incluso de esta última, su póstuma aparición en la televisión canaria, el último programa nocturno de su vida en la pantalla. La nochevieja pospandemia necesitaba un resplandor así, educado y chocante, lleno de un ingenio (de genio de Ingenio, hubiera dicho él) que provenía de su mirada inteligente, nutritiva, en la que conjuntaba todos los elementos de la risa. Entre esos elementos estaban, mezclados con aquella inteligencia, el entendimiento de los otros para no herirlos y la capacidad para atraer lo que se estuviera diciendo en la vida cotidiana, lo que se dijera en Las Canteras, en los campos, en las otras islas o en los barcos y en los aviones.

En esa última aparición suya adoptó sus posturas habituales. La silla, el juego de manos, para que la gente no se fijara sólo en su boca, el modo de sentarse, de desplazarse por el escenario, su genio para hacer de un cuento largo una novela de humor por capítulos. Nunca se hizo pesado, jamás, ni en los escenarios ni en la calle ni en esos espectáculos reglados por la costumbre para convertirse en alivios de la Nochevieja. “¿Nochevieja? Nochevieja serás tú”. Tenía salidas para todo, y decía cualquier ocurrencia como si fuera de otro, que se la habían contado, cuando formaban parte, exactamente, de lo que había oído en la playa, en los mercados o en la guagua.

Fue radicalmente canario; no porque fuera un chachi de playa y anduviera por ahí explicando sus chistes para zaherir al de enfrente y salvar al local cuando estuviera en uno u otro sitio de las ocho islas Canarias, sino porque se convirtió, desde el centro mismo de su humor, en un árbitro contra la bobería que nos dio sobre todo en el franquismo y después, por mor de desavisados del periodismo o la política, de despreciar al otro por si hablaba así o hablaba asá. Aquella estupidez de considerar que unos eran mejores que otros, cuando todos éramos astillas de la misma madera. Él, como Los Gofiones, como Los Sabandeños, fue un hombre de todos los acentos y de las bromas que abrazaban unos caracteres y otros, siempre utilizando una manera común y saludable del gesto del humorista: reírse primero de sí mismo.

Era espléndido, también como persona. A veces íbamos a verle a las noches de La Chistera como si allí dentro, en aquel lugar que parecía sacado de una película de los cincuenta en Nueva York, fuéramos a encontrar una luz para escapar de la noche, pues en todas partes de aquellas noches de Las Palmas había luz, la gente se dormía cuando ya no podía más, pero en el interior de aquel espacio creado por Vieira para juntar inteligencia y risa, sus dos compañeras, la luz tenía el color que dan las palabras cuando éstas se usan para reír y no para sonreír de lado, burlándose.

Habitante de una zona de la vida (y de la vida canaria, no se olvide) en la que no abundaba el sarcasmo, entendió los problemas locales, isleños o regionales, como parte de nuestro destino y no como culpa concreta de este o de otro, de modo que salíamos de allí, a aquella noche insular que parecía de día, como si él hubiera arrojado sobre nosotros la sal y la pimienta con la que revivíamos como seres más civilizados.

Manolo Vieira adoptó la civilización del humor; fue semilla de todos los humoristas que luego vinieron, por sus gestos, por su alegría, y por una risa que abría la boca solo cuando ya hubiera logrado de los espectadores la razón del encuentro: reír, reír de todo, no reírse de todos los otros. Para ser humorista, al menos humorista de su clase, no hace falta tan solo autoestima, sino estima de los otros. Él se preocupaba de veras por los demás, en persona, al bajarse del escenario. Era como aquellos que lo habíamos ido a ver, de modo que contaba y recontaba aquellas ocurrencias como si él mismo hubiera estado, trasegando, en el patio de sillas y ahora se refiera a sí mismo como si fuera otro.

En aquellos tiempos lo vi muchas veces. Iba a La Chistera como si fuera a comulgar una hostia laica llena de gracia. Me acompañaban amigos también heridos, o salvados, por la noche. Entrábamos con el recuerdo de las oscuridades que abundan cuando la vida te está dando traspiés, y salíamos de allí como si una ola de mar, la que vivía en la inteligencia de este hombre, te sajara de cuajo todas las alimañas que te habían acompañado.

Era un hombre saludable, de espíritu, pero no de cuerpo. Suele suceder. En el último episodio de su vida, cuando estaba sobre la silla de su última nochevieja, lo vimos sufriendo ya los signos de puntuación que nos acompañan cuando somos más esencia de médico que de playa. Aun así Vieira nos alegró la noche, nos dispuso para sentir que ahí estaba Vieira otra vez, que había que ir de nuevo a las noches de los chistes para sentir que se paraba el tiempo, como se paró tantas veces, gracias a que Manolo no había cerrado el chiringuito.

A veces uno siente que las noches, sobre todo si hay luz y risa, son eternas. Él nos regaló esa percepción, pero todo en la vida, y antes que todo, la risa, tiene un final, y es el dolor de la mueca final, la despedida. Quisimos tanto a Veira, lo queremos tanto, era de nuestra naturaleza, la parte más clara de la risa.

Suscríbete para seguir leyendo