Observatorio

Carlos Saura, la pulsión de ver

Carlos Saura, la pulsión de ver

Carlos Saura, la pulsión de ver / José Luis Villacañas

Este es un país volcado a la trascendencia. Solo reconoce a sus mejores personas muertas o a punto de estarlo. Lo hicimos con Brines. Con la entrega del premio Cervantes iba en letra pequeña marcada la fecha del adiós. Ahora ha pasado algo parecido con Saura. La Academia del Cine Español ha esperado hasta que tuviera 91 años para entregarle el Goya de Honor a toda su carrera. Con una suave protesta, más bien con desdeñosa indiferencia, el cuerpo de Saura ha cedido, se ha anticipado a su tardío homenaje y se ha presentado puntual al último baile por sevillanas.

Saura tenía la cara huraña de aragonés fiero, pero tenía el alma cándida de todos los que parece que viven enfadados. Cuando era más joven, y las cejas eran más oscuras y finas, le marcaban mucho más los ojos, y le daban a su mirada ese aspecto de águila nerviosa, penetrante, con ganas de picar a alguien, que siempre tiene a la vista uno de aquellos conejos de La Caza. Era el rostro de la tensión, y uno pensaba que mirar la realidad española de aquella época debía producir, inevitablemente, ese rostro en guardia, tenso. En realidad, la pasión de Saura era la fotografía y sus ojos podían ver todo lo que nos empeñábamos en ocultar. Recuerdo que cuando los discos de Paco Ibáñez, allá por los años 60, nos enseñaron a mirar el arte de su hermano, Antonio Saura, era inevitable vincular aquel universo negro, crispado, expresivo y violento con el rostro del cineasta. ¡Estos Saura!, pensaba uno, y era como si en aquellos negros grabados se presumiera la expresión de una única alma fraterna.

Sin embargo, cuando Antonio Saura llenaba el cuadro de colores, como en Luz y Artes, o en los dibujos para el filme Carmen, era como si la ingenuidad de un niño juguetón mezclara los rojos y los azules, los amarillos y los blancos en medio de laberintos de algarabía en los que sólo hay ojos que se observan.

Freud dice que estaríamos condenados a la psicosis si no brotara espontánea, como reclamada por nuestro organismo, la pulsión de ver y de conocer. Esa pulsión ha cincelado el rostro de Carlos Saura y ha forjado la profundidad de su mirada. Ciertamente, los Saura son fundamentalmente ojos, y eso se ve en el autorretrato de Antonio. Pero, como digo, esa pasión se ha mantenido viva, llena de entusiasmo, y por eso hay algo de infantil, de ingenuo, en el arte de estos hombres. No es un azar que el cine de Saura haya frecuentado el mundo de los niños también, una inclinación que es propia de los que viven como si estuvieran enojados. Y en cierto modo lo están. Lo que hace desdichados a los adultos es la incapacidad de comprender cómo han dejado atrás aquel mundo en el que abrir los ojos era una aventura.

Por eso, por hacer lo que le apasionaba, por mantenerse fiel a esa pulsión del ver y del conocer, con el tiempo Saura fue redondeando el rostro, engordando los mofletes, rebajando el perfil de las cejas, que ya no eran propias de una rapaz, sino de un águila independiente y feliz.

Esos milagros se dan de vez en cuando. Uno no ha visto nunca un águila sonriendo con candor. Pero eso era lo que uno veía cuando miraba al Saura de los últimos años. No es un azar que una de sus novelas se llame Pájaro solitario, pero que finalmente rodara un filme con el título de Pajarico. En todo caso, era muy consciente de lo que ha constituido el elemento central de su vida y así tituló otra novela con el sonoro nombre de La luz. El conjunto de referencias a la pasión de ver sería inabarcable.

De todo lo que ha hecho Saura cuando cerró el largo ciclo de filmes en los que hurgó en la profunda herida de su generación, ciclo que culmina con Elisa, vida mía como una obra total de texto, música, mirada, historia y psicoanálisis, lo más impresionante de sus grandes películas últimas es la serie dedicada al Flamenco.

Ya había sido buena Sevillanas, ese baile imposible que logra a veces que mujeres entalladas semejen derviches extáticos. Pero Flamenco será el documento que, cuando la Tierra se hunda en el polvo de un astro muerto, vendrán los habitantes de lejanas galaxias a rescatarlo. Esas dos películas son patrimonio de la humanidad y seguirán diciendo al mundo lo grande que fue este arte antes de que la centésimo vigésima edición del Benidorm-Fest haya destruido todo lo genuino que una vez apreciamos.

A pesar de que la tragedia de Puerto Hurraco lo acercó de nuevo a la España irredenta, eso fue un testimonio antropológico preciso, pero ya escandaloso y minoritario. Con Flamenco, quedaron atrás definitivamente los años de La Caza, aquel símbolo perfecto de una hora de España, una hora casi eterna, una hora sufriente, colérica. Alfredo Mayo, que había dado vida a los sueños de Franco, está allí frente al increíble Fernando Sánchez Polack, la más profunda representación que ha hecho el arte visual sobre aquellos humildes y humillados españoles que soñaban con la autodestrucción de sus señores.

Mi oculista dice que la vista se cansa, pero no se gasta. Saura, el hombre que era solo ojos, también se ha cansado. Pero uno tiene la impresión de que ha muerto cansado y satisfecho de vivir, de ver.

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