Le Fumoir

¡Jueguen, jueguen!

Pelé y Maradona jugarán juntos en el cielo

Pelé y Maradona jugarán juntos en el cielo

Javier Puga Llopis

El Procès de los 80 era aquel Barça al que, pese a tener a Maradona y Schuster y lucir sus jugadores un aire temible de «Perros callejeros» vestidos por Meyba, le costaba Dios y ayuda ganar cualquier cosa que no fuera la Copa del Rey. El «1-O» de aquel país que se despertaba de la anestesia tenía lugar cada vez que el Madrid jugaba en el Camp Nou. Pirro frente a Pirri. Ya no estaba Franco, y seguía sin caer la primera Copa de Europa. Esa frustración colectiva era algo que el resto de España sólo podía conllevar, como cuando a uno le sale un hermano envidioso o un amigo alcohólico. El «problema catalán» de Ortega era –también– aquello. Algo fallaba en el discurso y en las promesas del destino. Las quejas contra los árbitros fueron resistencia sotto voce contra el Régimen, artículo preliminar del Estatut del «Mès que un club», y primera galerada del «Madrit ens roba». Nací en 1978, y recuerdo que, incluso bien entrados los 90, los locutores de TV3, todos imitadores de Puyal en forofismo y voz nasal, hablaban todavía de «gurucetada», voz probablemente aceptada por el Ramon Llull. Era un término que, aquellos señores entrañables de gorra de plato y vientre generoso, con aspecto de no haber salido nunca de los 60 y que se reunían en Canaletas para hablar del Barça y fumar su «caliquenyo», usaban como sinónimo de «putada», «faena» o «traición». En mi ignorancia inocente, le pregunté a mi padre quién era el tal Guruceta, y me dijo que un árbitro que enfadó al Barça por pitar un penalti a Velázquez dos metros fuera del área. Puse cara de comprender la desmesura, pero luego supe que Guruceta era mucho más que eso. Era un símbolo, un franquito vestido de negro con tarjeta roja, un chivo expiatorio nacional. Ese victimismo, ya sea en la política o en el fútbol, hermanos siameses, se ha convertido en algo tristemente consustancial a Cataluña y a nuestra idiosincrasia, en la excusa perfecta para pensar en pequeño y caer en nuestra propia trampa. La culpa siempre es del otro, y la responsabilidad siempre está 600 km lejos de nuestra geolocalización. El fútbol es como el sexo, un reflejo freudiano y sobrecompensado de nuestras aspiraciones y nuestras miserias. Pero el fútbol es mucho más que eso. Es también ese lugar en el que crecemos, al que nuestro padre nos lleva de la mano, esa religión en la que creemos y ese elixir que nos hace soñar que siempre seremos niños, porque en esa cancha de sinople es donde se proyectan nuestros instintos más primarios, donde nos gusta pensar que subyace cierta verdad. Es acaso la única razón por la que un hombre renunciaría al placer carnal si se viera en el brete de tener que decidir entre una semifinal de Champions y lo otro. Los aficionados no somos tontos, sabemos que la corrupción existe, que los toros vienen afeitados, y aun así queremos creer que esta es venial, unos hilillos, y que, por mucho que todos estén en el alambre, el espectáculo sigue incólume y debe continuar, pues esto no es Italia. ¡Jueguen, jueguen! Sin embargo, las revelaciones de la prensa de estos días sobre los sobornos del FC Barcelona a la famiglia Negreira nos hacen caer estrepitosamente del guindo en el que nos sitúa nuestro romanticismo, y nos llevan a plantearnos si debemos hacer acto de contrición colectivo por los pecados de los jefes de esa tribu que danza en torno a unos colores, una ciudad y una pelotita, o mandarlos al cadalso a que expíen sus culpas y empezar de cero. Ante la corrupción de los partidos (políticos), hemos aprendido a soslayar a nuestros ediles con resignación, abstención o Twitter. Pero la política es algo que a la mayoría nos queda lejos. Sin embargo, el fútbol... el fútbol que no nos lo toquen, pues es el mejor amigo del hombre. Desde que supimos que bajo el oasis catalán no había una playa sino un depósito de residuos, el fútbol era lo siguiente, la prolongación de la política por otros medios. Por eso debemos reconciliarnos con la idea de que Laporta, Tebas y Rubiales son exactamente lo que parecen, y que ya va siendo hora de pensar qué instituciones queremos como reflejo de lo que somos y de lo que queremos ser: si esa Federación, esa Liga, esa Generalitat, ese Barça, esa Barcelona, y esa Cataluña.

Suscríbete para seguir leyendo