El lápiz de la luna

Del sentido del gusto

Elizabeth López Caballero

Elizabeth López Caballero

El otro día perdí el gusto. Sí, literalmente, como se lee. Mi marido bromeaba conmigo alegando que nunca lo he tenido, pues me casé con él. Le respondí, con fingida indignación, que tenía un pésimo humor negro –quizá por eso escriba novelas de crimen y castigo–. Y así nos enzarzamos en una batalla en la que a mí no me hacían gracia sus chistes y él me acentuaba mi falta de sentido del humor, unido al del gusto. Estuvimos de esta guisa un buen rato, no sé cuánto, empiezo a creer que también estoy perdiendo la noción del tiempo, hasta que finalmente le dimos carpetazo con unas risas, un beso y una maratón de series. ¡Ojalá todas las guerras tuvieran un final tan sencillo! Volviendo al sentido del gusto, su pérdida me la provocó, como hacía años que no me sucedía, un fuerte catarrazo. Como si el virus hubiese estado décadas macerándose dentro de mí, urdiendo un plan maléfico y eficaz para acabar con cada una de mis defensas y mis células. Un jaque mate en toda regla a mi vitalidad. No solo perdí el sentido del gusto, también el del olfato. Metafóricamente se podría decir que no me interesaba oler ni saborear la vida. ¡Qué desasosiego! Pero no fue tan drástico el catarro en sí, como lo fue el hecho de llevarme un alimento a la boca y descubrir que no sabía a nada. Algo terrible para una persona a la que le encanta comer y degustar cada plato intentando descubrir hasta el último de los ingredientes que lo componen. Sin embargo, solo percibía una pasta insípida en la boca que masticar y dar vueltas y vueltas hasta tragarla. Eché mano de la imaginación. Se supone que todo está en la mente, ¿no?, así que volví a coger un bocado, cerré los ojos e intenté recordar su sabor. Un spoiler: no sirvió de nada. Solo aumentó mi ansiedad por querer recuperar el control de mis papilas gustativas. Para más inri, como sucede cada vez que quieres dominar una situación, todo se volvió en mi contra. Tenía hambre a cada rato: de salado, de dulce, de salado y dulce a la vez, de algo ácido, de una pizca de amargo, hasta de picante. Las tripas se retorcían dentro de mi estómago como una anaconda famélica. El resultado era el mismo: una pasta insípida en la boca que masticar y dar vueltas y vueltas hasta tragarla. Me rendí. Comía a mis horas y por una cuestión de mera supervivencia, mientras fantaseaba con el alimento que saborearía cuando todas mis células sensoriales estuviesen receptivas como las olas a la orilla. Escribo este artículo aún sin sentido del gusto, espero que no afecte eso a la calidad, de ser así, querido lector, sea benevolente conmigo, digamos que la literatura también tiene su parte gourmet y, aunque sigo siendo una sibarita, en estos momentos estoy en boxes. Bueno, realmente lo que pretendía con este artículo era recordar ese dicho tan popular, que tanto vale para la pérdida de un novio como la de un sentido, «Solo se valora lo que se tiene cuando se pierde», pero como suele ocurrirme me he ido por peteneras. En resumen: coman, saboreen y disfruten, si no por ustedes, al menos por mí.

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