Tropezones

Breverías 116

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Lamberto Wägner

Lamberto Wägner

Me causa cierta perplejidad, teñida de cochina envidia, lo admito, cuando escucho las manifestaciones de los escritores que poseen bibliotecas de 20 o 30.000 libros. Uno asegura que «estoy releyendo los clásicos». Otro, pontificando sobre el Quijote, confiesa que lo «releo todos los años». Supongo que lo harán en el tiempo libre que les queda tras sumergirse el resto del tiempo en el océano de papel de sus bibliotecas, como el tío Gilito buceando entre los inagotables doblones de su gigantesca caja de caudales.

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Lo cual me recuerda la historia del artista de circo capaz de comerse un toro entero cara al público en la sesión matinal. Al negociar su contrato con el empresario, este le pregunta si no podría hacer una segunda función por la tarde. A lo que el comilón le replica que no lo ve factible, pues «no me quedaría tiempo para almorzar».

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En mi familia, siempre ha existido la afición a la lectura. Y si me apuran, hasta antes de saber leer. Mi última nieta de menos de dos años posee ya toda una estantería de libros de pastas duras, la mayoría ilustrados, con lo que la «lectura» se torna más amena, y los volúmenes más duraderos. Cuando llega a casa aquel amigo que se haya ganado su confianza, la niña le coge imperiosamente de la mano y con su paso inseguro e incipiente balbuceo, le lleva hasta su «biblioteca», agarra el libro más idóneo y se lo entrega, volviendo los tres hasta el sofá, donde le toca al invitado convertirse en lector por delegación.

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Por la expresión de la niña, me consta que no se pierde detalle de la lectura. Y por la expresividad de sus mudos aspavientos me consta que cuando sepa hablar …la vamos a oir.

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Y no tengo la menor duda, que como lo hacía yo de pequeño, o como lo han hecho mis tres hijas, la que es en este momento el juguete más popular de la familia se convertirá en una lectora de linterna bajo las sábanas, incapaz de soltar las peripecias de los cinco, o lo que sea de obligada lectura entre los infantes en su momento.

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Pero volviendo a las lecturas de adultos, yo también puedo preciarme de una modesta biblioteca, pero me ocurre algo extraño. De joven me apasionaba la lectura, y en forma de pasión omnívora. Era capaz por ejemplo de compaginar mis estudios universitarios con la digestión de la obra entera de algún autor favorito, que podía ser Sartre o Malraux, pero también de escritores menores de novela policíaca como Edgar Wallace.

Y sin embargo últimamente parece embargarme cierta pereza. Los dos mil y pico libros de mi biblioteca me miran con reproche, pero no sólo los que me faltan por leer, sino los que sin duda merecerían ser releídos. Y su mirada acusadora parece cobrar el peso de los 30.000 volúmenes ajenos mencionados anteriormente.

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Y la cosa tampoco mejora cuando mis amigos, más leídos que yo, me preguntan si me he gozado tal o cual bestseller recién editado. Es una desazón muy parecida cuando esos mismos amigos, también más viajados que yo, se extrañan, o hacen como que se extrañan, cuando les he de confesar que me faltan por ver las pirámides, Machu Pichu, o el Taj Mahal.

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