Notas de un espectador

Mi madre esperando a las cuatro de la tarde

Mi madre esperando a las cuatro de la tarde

Mi madre esperando a las cuatro de la tarde

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz

En aquel entonces casi todo se paraba en la casa en torno a las cuatro de la tarde. En ese tiempo yo vivía en casa casi siempre; era un niño asmático que luego siguió siendo un muchacho asmático, más tarde parecía que ya era saludable, pero seguía teniendo ataques, neumonías, esas maldiciones que manda el aire. Pero cuando era un niño casi siempre estaba en casa, huyendo del frío, que era entonces (lo es ahora) el mayor enemigo. Así que podía observar, desde mi cama, y a veces también por los pasillos, cuando me dejaban levantar a pasear por los vericuetos sencillos de la casa, todos los movimientos de mi madre.

Organizaba así, tarareando, esa parte del día en que no paraba de ir de aquí para allá, de la platanera para organizar el agua en la atarjea, de la gañanía (así decían: la gañanía) para organizarle la vida a las vacas, incluyendo la aplicación casi científica a los ordeños sucesivos, o de la granjita de pollos y gallinas y conejos que habitaban juntos en un ambiente de algarabía que ella controlaba bisbiseando llamadas al orden a la jauría que armaban tantos animalillos.

Un capítulo principal de aquellas mañanas de ajetreo era el que protagonizaba la cabra, un animalillo menudo y desinquieto (esa era también una palabra de mi madre) gracias al cual (con la leche de las vacas) teníamos desayunos calientes cada día. Esa cabra le ayudó a mi madre a mantener conmigo conversaciones que le aliviaban mi molesta manía de querer saberlo todo.

La más sobresaliente de las anécdotas que se produjeron entonces entre ella y este muchacho ocurrió cuando le pregunté una vez más por la misteriosa huida de su casa y de la isla de un pariente suyo que se llamaba Domingo y que, según la leyenda que ella misma alimentó, viajó a Cuba en busca de un tesoro con el que él había soñado. Durante muchos de los momentos de aquella niñez prolongada que fue mi vida en casa escuché muchas versiones de ese cuento, pues al fin resultó ser, como se solía decir, un cuento como una casa.

Domingo, al que considerábamos un tío a todos los efectos pues nunca se aclaró cuál era de veras el parentesco que tenía con nosotros, se fue a Cuba, seguramente a La Habana, y jamás se supo de él, ni por carta ni por otra noticia que entonces nos hubiera llegado de una isla que en alguna época sentíamos que estaba justo al lado del barrio, pues había zonas de Las Dehesas, por ejemplo, que se parecían a fotografías de paisajes cubanos que venían en la revista Bohemia, que por algún misterio de la vida llegaban de vez en cuando a los pies de mi cama.

En todo caso, nunca se supo de veras qué hizo Domingo, si se fue a Cuba de veras, qué hizo allí si eso ocurrió, y por qué jamás le dijo a su querida Juana, que ese era el nombre de mi madre, en qué quedaron sus sueños. Hasta que un día, en los interludios de sus idas y venidas de la huerta al patio de la casa, le pregunté a mi madre por última vez sobre la realidad última de aquel avatar.

Cuando hacía aquellos altos en su infinito caminar mi madre se solía situar ante mí, ella mirando siempre por el ventanillo, aguardando al cartero (por si traía cartas de Venezuela, su otro territorio) o vigilando que no se le desmandaran sus numerosos animales. De pie, sonriente, acostumbrada a la murga que le daba su hijo, se dispuso a atender una de las numerosas preguntas que yo le hacía habitualmente. En esta ocasión se me ocurrió preguntarle por las hazañas de Domingo, por qué se fue, por qué no volvió, qué se hizo, en fin, de aquel sueño del que ella hablaba.

Esta vez quiso ser más precisa y añadió leyenda más concreta al sueño habitual. Dio datos. Domingo había soñado eso, que allí, en algún lugar de Cuba, había un montículo sobre el que pastaba una cabra, y bajo aquel pedrusco de tierra era donde, en efecto, se guardaba el tesoro que él tenía que rescatar para hacerse un hombre que regresara rico al barrio, como había pasado con otros parientes afortunados que hicieron dinero en Caracas, la parte siguiente de las sucesivas emigraciones isleñas.

Como es natural, a aquel niño marcado por la pasión de soñar despierto que era yo, esa fábula le pareció real, verificable, aunque ella nunca contó el desenlace de la historia. En aquellos tiempos yo estaba acostumbrado a que sus historias no tuvieran desenlace, pues era común que ella fuera posponiendo para otras ocasiones los sucesivos desenlaces de sus cuentos, reales o inventados.

Este de la cabra siempre me pareció real, jamás lo verifiqué. Hasta que, años después, periodista adulto y viajado, le pregunté a mi hermana Carmela qué demonios pasó con Domingo, por qué no supimos más del tesoro ni de la cabra, y cómo madre, le dije, supo lo de la cabra si de Domingo ella misma decía que jamás se supo nada.

Mi hermana mayor había heredado de mi madre la ironía y la paciencia, y con esas dos sabidurías le explicó a este hermano que jamás ha perdido de veras la inocencia el intríngulis que a mi me preocupaba. Mi madre estaba harta de tanta pregunta («este chico», decía, «se pasa la vida preguntando»), así que a veces decidía seguir al pie de la letra uno de sus refranes: «Al que quiere saber, mentiras en él». Así que se inventó allí mismo, ante el ventanillo, un desenlace para cumplir con el final del cuento de Domingo y su búsqueda cubana. «¿No te acuerdas de que ella te hablaba», explicaba Carmela, «desde el ventanillo y lo que se veía desde allí era precisamente una cabra pastando sobre un montículo?».

Después de su trajín, a las cuatro en punto de la tarde mi madre abandonaba aquel jardín infinito, y modesto, que era su ajetreo, limpiaba la losa, dejaba todo «como los chorros del oro», ponía café al fuego, se quitaba el delantal, buscaba cualquier periódico que hubiera por allí y se sentaba bajo los helechos del patio, por primera vez en el día, sobre un banco machacado con tachuelas, suspiraba y esperaba que el tiempo le quitara la prisa.

Ahora he estado leyendo un libro precioso, sobre la lentitud y los jardines, debido a la pluma paciente y admirable de María Docavo Alberti (sobrina del poeta del Puerto de Santa María), que me ha traído a la mente ese momento preciso de la vida de mi madre, cuando, agotada del hijo y de las otras tareas, decidía parar el tiempo para dedicarse a imaginar la felicidad. Al sosiego de El jardín de la Solana (editorial Durii) de María Docavo le debo la paz que me ha inspirado estas palabras en las que la verdad y la alegría provienen del tiempo en que yo aun no sabía que este que les escribe este recuerdo tranquilo iba a ser una de las innumerables víctimas humanas de la prisa.

Suscríbete para seguir leyendo