Piedra lunar

Queridos perros

Leyendas, creadas entre la realidad, la historia y la escultura pública, que hace míticos a las perros y su relación con las islas

Una persona pasea un perro en la calle Obispo Codina, junto a las terrazas.

Una persona pasea un perro en la calle Obispo Codina, junto a las terrazas. / ANDRES CRUZ

José A. Luján

José A. Luján

Antes de dar la primera pulsación para escribir lo más cercano a una crónica, hoy miramos a derecha e izquierda, tratando de cumplir con el doble encargo que nos hacen algunos vecinos de nuestro barrio. Un amplio sector lo conforman los llamados «animalistas». Estos son quienes llevan los canes a su vera, que han convertido en mascotas con todos los derechos inherentes a su condición. Los perros se han humanizado de tal manera que existe una feliz coyunda entre dueño y animal. En nuestra ciudad, con todos sus distritos, el número de perros alcanza casi los sesenta mil.

La pandemia ha facilitado la necesidad de tener un compañero al que se agasaja hasta el infinito. Después del primer paseo mañanero en el que se facilitan las micciones y las defecaciones en las cercanías del domicilio, el querido animal espera la hora próxima al aperitivo de media mañana para mostrar su alegría ante un cortado descafeinado. Las mesas de las terrazas limítrofes con Triana o con Juan Manuel Durán o con Obispo Codina son ocupadas a la par por dueños y animalitos. Los canes son gratamente acogidos con preferencia en las faldas de cariñosas mujeres, sin descartar la implicación de algunos hombres, que no hurtan los besuqueos.

Otro sector de la población nos invita a escribir alguna diatriba en contra de los perros y de sus dueños. Dicen que no los soportan y que tienen las calles cubiertas de excrementos y de chorreras de orines que lindan con lo insalubre. Unos limpian, incluso sacando brillo a las baldosas, y otros no. Hay quienes han pisado y resbalado de manera peligrosa sobre la imprevista «flor canina», como le sucedió al infrascrito cronista. Las urgencias hospitalarias se han visto obligadas a aplicar lo necesario, consistente en pierna escayolada, desde la ingle hasta el dedo grueso del pie. Y ahí queda eso, con los dueños mirando para otro lado, y la municipalidad, llámese concejalía de Salud Pública, hace mutis por el foro.

Como cronista, concedemos la opinión del historiador José Juan Jiménez, del Museo de la Naturaleza y el Hombre de Tenerife, quien sostiene que «Canarias debe su nombre a los ‘cannis marinus’, una especie de foca monje de gran tamaño que pobló las costas del Archipiélago hasta el siglo XV».

Durante muchos años, en nuestra ciudad se creyó que los perros forman parte de la ascendencia nominativa de las islas y que han sido ideados como recordatorio del origen etimológico de Canarias: «la tierra de los canes».

La primera noticia de los perros vinculados a las islas la describe Plinio el Viejo, en su Historia Natural, y se remonta al rey mauritano Juba II quien, tres décadas antes de la era cristiana, mandó una expedición que tropezó con nuestras Islas: «Canarias recibe ese nombre por sus perros», escribió el emperador romano.

Ahora, la leyenda se enarbola en torno a los perros de la Plaza de Santa Ana, que fueron colocados en 1895 y que son obra del escultor Alfred Jacquemar (París 1824-1896). Una versión de la historia afirma que el alcalde Felipe Massieu (promotor del monumento de la Plaza de Las Ranas), los aceptó como regalo de un buque francés que recaló en la ciudad para resolver ciertos asuntos administrativos. Como agradecimiento, el barco dejó los perros producidos por el taller francés Vald’Osne, en principio destinados para adornar otros núcleos urbanos en el sur del continente africano. Otras hipótesis, sin embargo, apuntan que los perros fueron donación de uno de los hijos de Thomas Miller, empresario británico asentado en la capital grancanaria.

En 1944, el escritor Víctor Doreste creó la fábula costumbrista «Faycán», nombre del cánido patriarca, a la vez que nomina a los otros siete: Aterura, Mogano, Doramas, Tindaya, Bentayga, Tenoya y Tirajano. En nuestra juventud, el fantasioso vecino don Segismundo, quien nos enseñó el arte de la cinegética, bautizó a sus perros con el nombre de presidentes americanos. Era una forma de tenerlos subyugados. Con estas leyendas, creadas entre la realidad, la historia y la escultura pública, que hace míticos a los perros y su relación con las islas, los ciudadanos tenemos dos patrimonios de la misma estirpe: uno, fijado en bronce, y otro vivo en el reino animal, con los que solo nos cabe ser respetuosos a la vez que los convertimos en fábula isleña.

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