Retiro lo escrito

La corrupción de todos

La corrupción de todos

La corrupción de todos / María Pisaca

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Un Gobierno puede responder recordando a los partidos de la oposición su pasado, sus errores, sus incoherencias? Por supuesto. Puede y a menudo quizás deba hacerlo así. Lo que es más discutible es que su respuesta a las preguntas de la oposición sobre (pongamos por caso) una hipotética trama de corrupción política consista solamente en eso: en recordar a la oposición que ha sufrido, auspiciado o tolerado la corrupción política. Porque eso es un fraude parlamentario. Cuando la oposición, a raíz de una investigación judicial en curso donde se han producido incluso detenciones policiales y que se ha diversificado en varias causas, exige información y –en su caso– la asunción de responsabilidades políticas, la respuesta no puede ser Miguel Zerolo o Luis Bárcenas. Porque si se deslegitima a una fuerza política a debatir sobre sombras de corrupción porque en el pasado albergó corrupción política en su seno todos los grupos parlamentarios –sin excepción– se quedarían en silencio, mirándose los unos a los otros desde sus escaños. El «y tú más» no es simplemente una triquiñuela retórica para salir del paso: es una forma de erosionar el sistema democrático.

Ayer, en el Parlamento de Canarias, algunos repitieron otra vez que resulta imposible controlar la corrupción. Son los que definen la corrupción como el subproducto de una tara genética o moral del corruptor o el corrompido. Un diputado aseguró que en el norte de Europa la tolerancia con la corrupción es mucho menor y deberíamos imitar ese cívico comportamiento. Tiene razón: en el norte de Europa la consejera de Agricultura, Pesca y Ganadería. Alicia Vanoostende, habría dimitido hace semanas por las barrabasadas de su director general de Ganaderia. La responsabilidad política no está subsumida en la responsabilidad jurídica. Ese elegante apotegma que reza «dejemos trabajar tranquilamente a la justicia» expresa en realidad un deseo de tranquilidad política y personal. Porque si se desarrolla un proceso judicial que termine en un fallo condenatorio pueden pasar años, incluso lustros. José Antonio Griñán, expresidente de la Junta de Andalucía y del PSOE, todavía no ha entrado en prisión pese a que la Audiencia de Sevilla dictó sentencia en el año 2019 y el Tribunal Supremo la confirmó el pasado año: seis años de prisión por ilícitos penales y administrativos cometidos antes de 2011. También supura cinismo una expresión ya universalizada: «caiga quien caiga». Por favor. Si el PSOE es capaz de designar viceconsejero del Gobierno a un dirigente con dos casos judiciales de corrupción a sus espaldas. Caiga quien caiga pero, en el peor de los casos, le vamos a poner una almohada de 70.000 euros al año para que no se haga mucha pupa.

No, la corrupción no es un asunto de individualidades patológicas o, como dijo alguien ayer, la indigestión de unos pocos garbanzos negros. La corrupción tiene una placenta: una cultura política con sus costumbres, sus ritos y sus reglas implícitas que pueden consultarse en una magnífica monografía, La patria en la cartera, de Joaquín Bosch. El autor ilustra perfectamente cómo la corrupción del franquismo –una atrocidad plenamente sistémica– se adaptó perfectamente a la democracia representativa porque la Santa Transición nunca tuvo en su agenda política la destrucción, siquiera el control, de la corrupción política. Desgraciadamente ayer, en el Parlamento de Canarias, ni siquiera se aludió a la imperiosa necesidad de llegar a un consenso –político, normativo, reglamentario– para guillotinar la corrupción política: reducción del personal político y en particular de asesores y asimilados, compromiso de dimisión del superior jerárquico como forma elemental de responsabilidad política, nuevos instrumentos de transparencia en la gestión pública. No está en juego este o aquel gobierno, sino la legitimación misma del sistema democrático.

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