A la intemperie

La llamábamos Marita

La llamábamos Marita

La llamábamos Marita

Juan José Millás

Juan José Millás

He venido al cementerio a traer unas flores a la tumba de un ser querido al que le faltaba la mano derecha. Cocinaba con la izquierda, planchaba con la izquierda, escribía con la izquierda… Valía por dos aquella mano, que era también un excelente termómetro, pues averiguaba la fiebre exacta de su hijo colocándole unos segundos la palma de la mano sobre la frente. Yo vigilaba con intensidad aquella mano izquierda imprevisible. Era capaz de pasar las páginas de un libro con el dedo pulgar mientras sostenía el volumen por el lomo con los cuatro dedos restantes. Aquella mano hacía maravillas con el tenedor y elevaba la cuchara desde el plato hasta la boca sin perder un átomo de su contenido. Abrochaba y desabrochaba botones, subía cremalleras, cascaba huevos para las tortillas y doblaba calcetines como el que hace magia.

Hacía magia aquella mano.

La hermana de mi madre era manca, pero jamás se mencionó en casa aquel asunto. Nunca me referí a ella como «mi tía la manca» ni le pregunté a mi madre si había sido por accidente o de nacimiento. Vivíamos con la ausencia de la mano derecha de mi tía como si fuera normal. Puedo asegurar que en ella lo era. Cuando falleció, sin embargo, le colocaron al extremo del brazo un guante relleno de algodón y la expusieron al público con la mano falsa cruzada sobre el pecho con la verdadera. Yo tenía entonces quince años y no entendí el porqué de aquella extraña operación. ¿Quizá no te dejaban entrar en el cielo o en el infierno con una sola mano?

Días después de su fallecimiento, visitando con mi madre al viudo y a su hijo, fui al cuarto de baño a orinar y hallé en un rincón, por casualidad, la pareja del guante que mi tía se llevó a la tumba. Era de piel, muy fino y hasta muy elegante, me atrevería a decir. Lo escondí en el bolsillo del pantalón y lo he llevado todos estos años de un lado a otro como una especie de fetiche que acariciaba en los momentos difíciles de mi existencia. Hoy, tantos años después, lo he depositado, junto a las flores, sobre la tumba de mi tía. Para que no pase frío tampoco en la mano izquierda. Pobre.

La llamábamos Marita.

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