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Aula sin muros

Perdona a tu pueblo señor

La Esperanza de Vegueta y Jesús de la Salud preparadas para el pregón de la hermandad en la parroquia de Santo Domingo de Guzmán. L. SANCHEZ

Hay una canción, plegaria que muchos recuerdan cuando en su “más tierna infancia” cantaban, de madrugada, agarrado a las manos de sus madres en el desafinado coro de mujeres del Rosario de la aurora. “Perdona a tu pueblo, Señor”. Sucedía por Misiones en un tiempo que llegaban los “padritos de pa afuera”, a predicar desde los púlpitos de las iglesias parroquiales como si todavía fueran tiempos de evangelizar a los nuevos colonizados para el imperio y Dios. O por la Semana Santa, después que, rigurosamente, se respetara la Cuaresma y el Miércoles de ceniza que daban por terminados los carnavales y la prohibición total de sucumbir a los pecados de la carne. Ni comerla, salvo que se tuviese en posesión del papel de la bula comprada al cura. Entonces los niños entraban en una especie de remordimiento como si fueran culpables de la pasión y muerte del Salvador. Conviene recordar lo que escribió García Márquez; “No veo el porqué de una peste, dijo el marqués. No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros”. Tremendo sentimiento que acompañaba a los niños en días de la Semana Santa y que se convertía en pavor cuando en la última voz del nazareno desde la cruz, repetida por el predicador en el sermón de las Siete palabras: “padre en tus manos encomiendo mi espíritu”. Entonces caía la losa, se producía un fuerte estampido y solo el olor a pólvora libraba a los chicos del terror de que había llegado el fin del mundo. Ya el Catecismo explicado por curas y maestros en las clases de la Doctrina hablaban de un pecado original que afectaba a toda la humanidad y que sólo se redimía con el agua de la pila bautismal. Hay quien afirma que el sentimiento de culpa lo inventaron las religiones del libro. Sin embargo, ya las Danaides en la mitología griega fueron condenadas a algo imposible: pagar sus culpas, llenando agua, recogida con un cedazo, en una gran vasija sin fondo. Culpa deriva del latín culpus que significa golpe. De ahí los golpes de pecho de los beatos y muy católicos con el “mea culpa” y los críticos que los descalifican como “muchos golpes de pecho” pero nada caritativos con el prójimo, y parafraseando al propio Mesías los difaman con el “fariseos y sepulcros blanqueados”. Tiene su parangón, en Semana santa, con los que pasean los estandartes morados en los pasos y ellas sus relucientes velos negros o mantillas blancas detrás de los tronos. Folklore, revestido de devoción y poco a nada caso al mensaje del propio Cristo cuando conminó a sus discípulos a “amarse unos a los otros.

El culposo tiende a autoflagelarse, infligirse un castigo como penitencia. El Psicoanálisis habla del peso de la culpa y su práctica psicológica bucea en el inconsciente y superyó, imposición colectiva de instituciones seculares que, como la doctrina de la Iglesia, contiene reminiscencia infantil. La Iglesia exigió un acto interior de contrición que su etimología significa olvidar o destruir el pasado y el subsiguiente arrepentimiento por haber pecado de “pensamiento, palabra u obra” mediante la confesión (decirle los pecados al confesor) Filósofos como Hobbes ya creían que, a través de la culpa, el pecado y lo castigos del más allá, la Iglesia, había acaparado un enorme peso político que empleaba para cuestiones terrenales.

Si en algo hay que agradecer al Evangelio y la Iglesia es el sentimiento del perdón. El Diccionario de María Moliner lo define como “no guardar resentimiento ni responder con reciprocidad cuando se recibe un agravio”. El Evangelio de Mateo habla de la respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro de cuantas veces se debe perdonar: “no te digo hasta siete veces sino setenta veces siete”. Con esta sentencia rechaza la del código judío escrito en el Antiguo Testamento de “ojo por ojo y diente por diente”. Hoy se sabe que no es bueno para la psique guardar rencor. Esa “enemistad antigua e ira envenenada” de Vives. Reanudar los lazos mínimos de afecto con el ofensor. Al menos no sufrir por los agravios pasados. La salvadora frase que, en el fondo esconde cierta animosidad, pero es una defensa contra la ira acumulada, defensa contra un resentimiento que daña: “perdono, pero no olvido”. Bien que lo expresaba la vieja y religiosa canción culposa: “no estés eternamente enojado, perdónale, Señor”.

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