Editorial

Canarias ante el reto de acelerar la descarbonización

Por la izquierda, José Antonio Valbuena, Conchi Narváez y Raúl García Brink.

Por la izquierda, José Antonio Valbuena, Conchi Narváez y Raúl García Brink. / Juan Castro

Editorial

Canarias no puede retrasar más el abordaje de un crecimiento acorde con las recomendaciones internacionales para frenar las consecuencias del cambio climático. La condición insular de su orografía la convierte en territorio de alta sensibilidad frente a las subidas de temperatura, cambios en el nivel del mar, daños en el ecosistema vegetal y variaciones radicales del clima.

Los avances en la descarbonización del Archipiélago son claves para evitar la pesadilla de una desertificación progresiva del territorio, pero también del deterioro del modelo turístico por modificaciones extremas en el comportamiento climático con olas de calor más imprevisibles, lluvias torrenciales e inundaciones.

El Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC) de la ONU advierte sobre los costes que deben afrontar los Estados para reducir la contaminación e iniciar la transición hacia las energías limpias. Un desembolso de capital que, en todo caso, tiene unos beneficios superiores al coste de la inacción y de los impactos sobre el medioambiente.

«Los planes de adaptación y mitigación (...) han avanzado en los últimos años pero aún así siguen siendo insuficientes para hacer frente a esta crisis. Necesitamos cerrar la brecha entre lo que estamos haciendo y lo que necesitamos hacer para afrontar el cambio climático», destaca en sus conclusiones el IPCC.

¿Hace Canarias lo suficiente? De las palabras del consejero de Transición Ecológica, Lucha contra el Cambio Climático y Planificación Territorial del Gobierno de Canarias, José Antonio Valbuena, en la tribuna del Foro Prensa Ibérica, celebrado el pasado martes, se deduce que las estrategias son insuficientes. Y que de las acciones a tomar en los próximos años dependerán de que no se produzcan mutaciones como la pérdida de los paisajes verdes, con excepción de La Palma, para evolucionar hacia ecosistemas como los de Lanzarote o Fuerteventura.

Un panorama de desertificación que todavía no resulta creíble para la gran mayoría de la sociedad canaria, sin el caudal informativo necesario para tener consciencia real de la envergadura del problema. Una relajación que es también un reflejo de la carencia de rigor de las instituciones públicas, muy dadas a no cumplir escrupulosamente las recomendaciones de impacto ambiental, a construir grandes infraestructuras con un consumo de suelo desmesurado y a anteponer la rentabilidad económica frente a la opción conservacionista.

Canarias tiene como pilar económico la industria turística, unida a procesos en los que prima la urbanización masiva. Esta dinámica complica más el objetivo de la descarbonización de las Islas, sometidas a crecimientos turísticos que traen consigo un aumento de carreteras, equipamientos comerciales, zonas residenciales para los trabajadores y un incremento del parque de vehículos privados.

El reto por reducir a la mitad las emisiones tiene en el Archipiélago su singularidad: la pugna contra los intereses especulativos en un territorio de dimensión insular. Un día sí y otro no conocemos iniciativas que reciben la aprobación pese a poner en peligro una especie endémica, o bien que superan las previsiones de sostenibilidad.

Canarias debe acelerar la adaptación de su normativa a los riesgos que nos acechan, pero debe hacerlo con criterios de seguridad jurídica, evitando el enmarañamiento burocrático y con un mandato claro sobre los niveles de jerarquía institucional a la hora de decidir sobre un proyecto determinado. Es la única manera de enfrentarse a las políticas que son tentadas por el señuelo de futuros enriquecimientos, pese al daño irreversible al paisaje.

Los gestores isleños deben tener en cuenta a los ecologistas a la hora de trabajar contra la crisis climática. El ecologismo es un eslabón con la sociedad, y también un instrumento para revertir la indiferencia frente al gran problema del siglo XXI. No siempre hay sintonía, pero en Canarias hay logros tan efectivos como los límites al desarrollo desaforado de Lanzarote, o el freno a la ampliación del Puerto de Agaete. Alcanzar el «cierre de la brecha», tal como demanda el panel IPCC, también supone hacer comprensible la tesitura, y para ello hay que dar voz a la sociedad por mucho que se indignen los inversores.

Llegar en 2040 a las emisiones cero constituye un trabajo arduo, dirigido por expertos y enmarcado en contextos donde impere la trazabilidad, es decir, la vigilancia exhaustiva del proyecto en todas sus fases. El acervo teórico sobre el fenómeno de la crisis climática es científicamente sólido, sin que los discursos negacionistas hayan hecho mella en el mismo.

Las evidencias de los cambios que se suceden en el medioambiente son obvias. Ningún representante de una institución puede alegar ignorancia o desinformación. Existe una clara responsabilidad, sobre todo de los que se siguen tomando a broma la desaparición de una playa o la necesidad de desplazar a un núcleo poblacional por una subida del mar.

La invasión de Ucrania ha trastocado lo planes energéticos y ha obligado a un retorno del planeta al combustible fósil, pero el efecto invernadero sigue ahí. Las elecciones y los programas de los candidatos son el momento ideal para conocer propuestas al respecto. Hace falta tomar medidas que no resultan populares y que los partidos rechazan para evitar la sangría de votos. Los ciudadanos, por su parte, deben estar atentos sobre la calidad y veracidad de los mensajes, puesto que es de todos conocidos que prolifera el falso ecologista.

Canarias necesita un gran pacto de principios para alcanzar índices positivos en la descarbonización. Una aspiración que no se consigue con una desaforada construcción de carreteras, un sector que absorbe enormes recursos presupuestarios que convierten en irrisorias las subvenciones para fotovoltaicas o las ayudas para la recuperación de suelo agrícola abandonado. Es indiscutible que hay que cambiar las prioridades en las políticas públicas. Un aplazamiento podría elevar hasta lo inadmisible el coste económico de la adaptación a la crisis climática.

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