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Pepe Alemán.LP/DLP

Pepe Alemán: el escéptico apasionado

Tengo el prurito de hacer en la vida lo que me da la gana”. Francotirador irredento como él solo, ése fue el titular que me regaló para una entrevista en un domingo de estas mismas páginas, a mediados de los años 80. Acababa de publicar en una autoedición (¡hasta en esto fue un pionero!) La quimera del Islo, que tengo para mí como una de las mejores novelas, entre un racimo no demasiado frondoso, del llamado boom de los narraguanches, iniciado un decenio atrás, y que, acaso, ese texto cerraba. Luego, ya en este siglo, ese eclipsado filón suyo se refrendaría con La ciudad del vacío (2007) y Libro de familia (2009); pero me quedo con la primicia de aquel aerolito, en que muestra cómo el rizoma de las neuronas del ser insular (al cabo, un indiano o un guiri de sí mismo) coincide con las raíces del paisaje: “[Al norte]… los endulzamientos de la piedra gris a la que se agarran cardonales, pasteles de risco y acrobáticas palmeras guindadas… [Al sur]… los embadurnos blancos con bandas de añil que sosiegan las relumbrancia del sol en las fachadas; el escarranche de las buganvillas…”.

Esto es: veo a un perfecto Carpentier de Tafira, suplementando al Vázquez Montalbán insulario -detectivismo informativo incluido- que ha sido, está siendo, Pepe Alemán. Este inciso viene a cuento de la más pertinente respuesta a la extendida exclamación de ayer: ¡¿Pero, cómo… no le habían dado ya el premio Canarias de Comunicación?! No. Ni el de Literatura ni el de Investigación, que, sin duda, hubiera o hubiese podido merecer también”. Solo que, en la cultura hispana, se estigmatiza a quien se sale de la vía monocarril, y más aún si, manifiestamente antigregario, osa proclamar que hace lo que le viene en gana. Encima, no es sólo un periodista-escritor (e investigador de la sociedad y economía insulares) de amplitud enciclopédica, sino que, en cada uno de los ámbitos que practica, brilla con luz autónoma, pulverizando de un tajo el mediocre refrán de que quien mucho abarca poco aprieta.

Tuve el privilegio de conocerle en la antigua Redacción de la calle Murga, y de verlo trabajar en una mesa contigua, en aquel verano de prácticas de 1981. Bajo el ruido de la metralla de las máquinas de escribir, con el habitáculo humeante de cigarrillos, me sorprendía doblemente verle aporrear las teclas a la velocidad de la luz, fraguando el esperado A modo de ver y manera de cada jornada. Cuando se lo hice notar, me espetó: “La calidad no tiene por qué estar reñida con la prisa”. Fue su primera enseñanza de periodista de raza, a sabiendas de que el narrador, por el contrario, empezaría a trabajar a ritmo de orfebre. “No sé de qué se echan el pisto algunos escritores, si es un oficio como otro cualquiera. Hay que conocer las palabras, para trabajarlas como los artesanos trabajan el cuero”, me señaló en otro momento.

Temida, sobre todo, por algunos políticos y empresarios, su columna era una aguardada comunión diaria para los públicos más diversos. Marcadas por un escepticismo radical, con muletillas tan genuinas como “el que avisa no es traidor: es avisador” o “estas asirocadas ínsulas”, para dar idea de las insondables ventoleras que las rigen, ofrecían, en cambio, un humor reparador, salvífico, como si, al menos, el hecho de no ser tan ingenuos fuera una merecida victoria. Cuando, en una ocasión, le comenté que leerlas sentado en el cuarto de baño intensificaba su magisterio, aprovechó, divertido, a confiarme un truco escatológico muy útil de imitar: “Cada vez que me topo con un poderoso, alguien engreído o que trata de intimidarme, me lo imagino haciendo sus necesidades, sentado en el váter esa misma mañana. Pruébalo. Es muy eficaz”.

Y es que Pepe Alemán es un gran desmitificador. “Yo no creo en ese juego que quieren imponernos desde arriba de tótem y tabú”, me dijo. Sus deliciosas Crónicas para cuasi-cuarentones son un buen ejemplo, desvelando cómo muchos de los que se inventaban una épica generacional de barricadas en el Mayo francés, en realidad nunca pasaron de aspirar a hacer manitas en la sala a oscuras del Pabellón Recreativo. Pero, al mismo tiempo, sobre el mohín de su escepticismo, es un gran apasionado -mas que sea bajo la coraza de hacer como quien ni quiere la cosa-, como lo demuestran su recorrido y obra apabullantes. En un gremio en que, por razones obvias, la gente tiende a sedentarizar sus nóminas, él se ha metido en decenas de aventuras, algunas desde cero, y muy arriesgadas (Sansofé, Anarda...), practicando, pues, una y otra vez, literalmente, un periodismo ‘¡de calle’¡.

En realidad, Pepe Alemán ha sido, está siendo, uno de los mejores sismógrafos de “estas asirocadas ínsulas”; a veces, volcado hacia el seísmo de su propia carcajada. Predicar con el ejemplo que esta profesión del periodismo nunca debió dejar de ser liberal -y hasta libérrima- es una parte importante de su legado.

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