Desde la sala

Harta de revisionismos moralizantes

Myriam Z. Albéniz

Myriam Z. Albéniz

Literatura, cine, pintura, música. Así, todas y cada una de las artes. Ninguna escapa a esta repentina ola de revisionismo moralizante, aunque el hecho cierto es que el debate de adulterar las manifestaciones artísticas con un barniz de corrección política resulta tristemente arcaico y resurge cuando menos se le espera. La última víctima propiciatoria del buenismo mundial imperante la encarna el imaginativo escritor Roald Dahl, cuyos cambios en sus relatos originales llevados a cabo por los editores y gestores de su legado están levantando ampollas a nivel planetario. Con el argumento de lograr un mensaje más inclusivo, las modificaciones de sus textos se cuentan por centenares, desde Matilda a Charlie y la fábrica de chocolate pasando por Las brujas, y la mayor parte se centran en temas como la violencia, la salud mental, el peso, la raza o el género. Obviamente, los promotores de esta atroz iniciativa han prescindido de la opinión del propio Dahl, más que nada porque lleva treinta y tres años bajo tierra. Es por ello que los juristas dudan (dudamos) de la legalidad de una operación que, si tuviera lugar en España, no prosperaría en virtud del derecho a la integridad de las obras que reconoce la Ley de Propiedad Intelectual.

Pero si cambiamos la tinta y la pluma por el pincel y el cincel, podemos situar desde hace aproximadamente una década al controvertido pintor y escultor Pablo Picasso en la diana de estos Torquemadas de última generación. Su trayectoria personal siempre estuvo rodeada de escándalos y excesos y, si bien se considera al genio andaluz el artista más destacado del siglo XX, se ha visto perseguido siempre por las acusaciones de misoginia, infidelidad, abusos y hasta maltrato a sus sucesivas mujeres, a quienes primero ensalzaba para derribar después sin ningún miramiento. Como cabía esperar, los sobrevenidos revisionistas consideran que su producción tampoco tiene encaje ético en nuestros tiempos modernos (cruzo dedos para que jamás se paseen por el Museo del Prado poniendo parches a los cuadros), así que no me parece descartable que entren antorcha en mano a cualquiera de sus exposiciones para hacer justicia a su manera.

Confieso que mi alarma por excelencia saltó en el pandémico 2020, coincidiendo con la decisión de la plataforma HBO de retirar de su programación la mítica película Lo que el viento se llevó (les recuerdo en este punto mi cinefilia empedernida), con la excusa de que ofrece una visión idealizada de la esclavitud. Fue en aquel preciso momento cuando calibré hasta qué punto constituye un error (además de un peligro) contemplar una cinta de ayer con ojos de hoy. Por no hablar de la alternativa de facilitarnos previamente a los espectadores una serie de rótulos explicativos, menospreciando de ese modo nuestra capacidad de razonar, poniendo en duda nuestro criterio particular y, sobre todo, faltando al respeto a sus autores, criando malvas mucho antes que Dahl, dicho sea de paso. ¿Me pueden explicar, por favor, cómo aprender de los errores del pasado si se les arrebata el contexto en el que sucedieron? Juzgar bajo el prisma actual las expresiones creadas hace años, décadas o siglos no sólo carece de sentido sino que resulta injusto y hasta ilegal, ya que reflejan épocas concretas y las personas que las firman no tienen por qué estar dotadas para predecir el futuro ni menos aún para acomodarse a él. De hecho, la presencia de protagonistas inmorales, criminales y crueles no debe soslayarse ni modificarse, ya que gracias a su existencia disponemos de ejemplos patentes de lo que nunca ser. No obstante, mucho me temo que esta controversia, lejos de zanjarse, nos deparará nuevos episodios todavía más incomprensibles. Basta traer a colación algunos comentarios muy recientes sobre las letras de varios éxitos musicales ochenteros interpretados por grupos tan emblemáticos como Los Ronaldos. Quién me iba a decir a mí, fiel asistente a sus conciertos, que tampoco ellos iban a salvarse de esta quema.

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