Isla Martinica

La senda del esperpento

Al ir a buscar un título para la columna de hoy vine a parar, una y otra vez, y casi sin quererlo, al mismo punto. Un punto que me es familiar, como a cualquier español que se precie de serlo. En cierto modo, es nuestra marca cultural, así como una carta de presentación. El español, si por algo se distingue en el conjunto de las naciones, es por su tendencia al pesimismo, al realismo sarcástico. El ser pesimista no es otra cosa que ver la realidad en su justa medida, aquella que contrapesa el lugar en el que se ha nacido con la historia que lo contempla. Es triste reconocer que, aun sin haber puesto un pie en este mundo, ya está uno determinado por los demonios patrios, pero es que es así. Cuanto antes se asuma este imponderable, menos problemas causará en el futuro. A todas estas, España resulta, a los ojos atónitos del planeta que habitamos, el reservorio privilegiado del esperpento, de esa inquietante voluntad de reducir la inteligencia a la nada misma. Ni un José Ortega, ni un Machado, ni tantos otros que hicieron de esta España nuestra el tema de su escritura y reflexión, por más que se esforzaran, han logrado escapar al poder hipnótico de lo esperpéntico. Por ello, Valle-Inclán, harto de componendas y subterfugios, lo alzó a la cumbre de la literatura, transformando y convirtiendo la tradición popular en catarsis colectiva, como en un auto de fe que librase al alma atormentada de los españoles de semejante maldición.

El esperpento en España, como el ciclo en la historia o el menú en los restaurantes, se renueva para congraciarse con el espíritu de la época. Si, hace unos siglos, el esperpento se localizaba en la trastienda de la política, ahora lo hace en el mundo de la tecnología. Parece que el último refugio de lo esperpéntico, al menos en nuestro país, tiene por localización esta variedad específica, la de las grandes estructuras del Estado. Por ejemplo, los proyectados trenes entre Cantabria y Asturias han sido los destinatarios de este aciago cóctel pesimista: un genuino alarde de estoico fatalismo, desidia institucional y estupidez humana, cuyos actores principales, si los vemos en la distancia –y qué mayor separación geográfica que la existente entre el Archipiélago y las tierras montañesas–, presentan francas similitudes con los personajes de las obras de don Ramón María, o tal vez con las del paisano Benito Pérez Galdós, quien además visitó asiduamente la capital santanderina a lo largo de su vida.

A una parte, el inefable Revilla, el presidente cántabro, muy interesado por la guerra de Ucrania, la suerte internacional de la China Roja e incluso la resolución del conflicto de Oriente Medio, pero que desatiende lo más próximo a su terruño. Mientras que los vagones esperan en las cocheras a un renovado diseño, en la prodigiosa cabeza de este hombre singular cabe la integridad de los problemas del mundo. Así es él, orgulloso de cuidarse de todos, aunque a ese mundo, contrariamente, le importe tres pimientos su opinión. Por otra, la ministra de Transporte, de nombre Raquel y apellido Sánchez, que lo primero que ha hecho, al trascender la noticia, es despejar balones fuera, quitarse de encima cualquier asomo de responsabilidad en el desafuero. Es curioso que la encargada, a la mínima, se desligue de la intrínseca responsabilidad que define el rótulo de la cartera. Sin embargo, esto es España y, quien lo olvide o ignore, jamás entenderá la idiosincrasia de un pueblo como el nuestro. Está más que claro que muy cerca del esperpento se sitúa la ignorancia del capítulo ético. El verboso Revilla y la reservada Sánchez coinciden en la misma marca cultural que abría esta columna. Una senda del esperpento que, por fin, se ha sincronizado con el ritmo de nuestros tiempos que, de tan vertiginosos que resultan, hasta parecen emular la velocidad del AVE.

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