El lápiz de la luna

¡Dejen a los niños en paz!

Momento en el que el Dalái Lama besa a un niño indio en la boca.

Momento en el que el Dalái Lama besa a un niño indio en la boca. / Twitter

Elizabeth López Caballero

Elizabeth López Caballero

Quien me conoce un poco, solo un poco, no tiene que ser necesariamente amigo o compañero de trabajo, sabe de mi compromiso con la infancia. De mi necesidad como docente y psicóloga de prevenir cualquier situación que ponga en peligro a los más pequeños. Y no creo que sea una cuestión de deformación profesional, más bien me gustaría creer que es un asunto de valores y sentido común. Los adultos debemos proteger a los niños. Punto. Fin de la discusión. Pero no es así. Todos conocemos historias crueles sobre maltrato infantil en cualquiera de sus formas: maltrato físico, psicológico, abandono, negligencia, abuso sexual, explotación… Y un sinfín de relatos de terror donde la indefensión del niño nada tiene que hacer ante el poder del adulto. Porque creo que es ahí donde está la clave. En el poder. El poder que ejercen los padres, los maestros, los entrenadores deportivos, un personaje público o el mismísimo Dalái Lama. Sí, aquí quería llegar. Los que me conocen un poco, solo un poco, saben que no puedo quedarme callada ante semejante abuso. El lunes por la tarde llegué a casa después del cole y mi marido me recibió con la siguiente pregunta: «¿Quieres tema para un artículo?», le contesté que sí, porque una siempre anda ávida de argumentos sobre los que escribir en este medio. Lo que no me imaginaba era que la polémica iba a sentarme igual que una patada en la barriga. Me tendió el móvil y pude ver un vídeo en el que se distinguía a un niño inocente, cuya cara de felicidad reflejaba el significado de abrazar a quien uno admira y respeta, y a un hombre aprovecharse de esa candidez. Si observan con detenimiento las imágenes se darán cuenta de cómo el lenguaje corporal del niño va cambiando. El abrazo fluido del principio se torna en una notable rigidez ante la petición del beso en la boca, en bloqueo tras la propuesta de chuparle la lengua, en incomodidad mientras el Lama se acaricia la cara con la mano infantil y en desesperación ante el último e insistente abrazo por parte del gurú. Sentí unas incontrolables ganas de llorar al empatizar con el muchacho y una creciente ira al ver la pasividad de todos los adultos que estaban allí ante un hecho que, cuando menos, a todos nos resulta (o debería) repugnante. Como no podía ser de otra forma, horas más tarde llegaron las disculpas, que me parecieron casi tan humillantes como las acciones: «[…] Su santidad a menudo toma el pelo a las personas que conoce de forma inocente y traviesa, incluso ante el público y las cámaras. Lamenta el incidente». No, lo que hizo no fue una broma. Y si está acostumbrado a jugar a que los niños le chupen la lengua tenemos un gravísimo problema y si, por ser quien es, se normalizan y quedan impunes ese tipo de actitudes, entonces como sociedad no nos merecemos más que la extinción. Otro dato sorprendente es cómo los medios estuvieron días y días hablando de la nueva nieta de Ana Obregón, en cambio, han pasado de puntillas por encima de esta noticia. ¿Acaso es más preocupante que la nieta de Obregón sea fruto de un embarazo de vientre de alquiler que un señor, que se supone que representa la paz y el amor mundial, abuse, porque lo mires por donde lo mires es un abuso, de un niño? Porque a lo mejor deberíamos replantearnos qué es una noticia, pues yo ya no lo tengo claro. Se nos llena la boca hablando de medidas de protección a la infancia y no hacemos nada más que escandalizarnos y compartir por redes sociales un vídeo de esta magnitud. Si el Lama es así de travieso en público, no me quiero ni imaginar lo vivaracho que será en privado. Quizá es hora de dejar de mirar para otro lado cuando el que mete la pata es alguien a quien medio mundo tiene endiosado. Tal vez, no sé, digo yo, quienes deberían estar en un pedestal y ser intocables son los niños, no los adultos. Piénsenlo.

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