Reflexión

Lo normal y el lenguaje: las guardias de tráfico

El machismo coge fuerza: discursos misóginos presentan al hombre como víctima

El machismo coge fuerza: discursos misóginos presentan al hombre como víctima

Lucas López

Lucas López

Por supuesto, soy machista. Se trata sencillamente de una constatación. De pequeñito se sabía con certeza cuál era el rol de la mujer. Recuerdo vivamente la imagen de las primeras mujeres policías urbanas dirigiendo el tráfico en Santa Cruz de La Palma y cómo papá nos decía que era normal. Lo decía porque había que decirlo, porque no lo entendía así todo el mundo.

Fue a comienzos de los ochenta, en Londres, cuando conversé con un compañero, docente de Teología y habitual escritor en The Tablet, que me hizo saber que allá, las mujeres consideraban parte de la misión de justicia la reivindicación de un rol diferente en la Iglesia. Para mí, que había entrado en la Compañía de Jesús al poco del asesinato de Romero o Rutilio, las palabras fe y justicia estaban unidas en misión diferente. Lo de la mujer no me parecía una cuestión tan relevante como el martirio de los Yanomami, las torturas en las dictaduras latinoamericanas o la situación de empobrecimiento de muchas familias obreras. Así que sí, soy machista por herencia y por atmósfera vital.

Los años y las lecturas, pero sobre todo la experiencia de amistad, convivencia y trabajo con muchas mujeres, han servido para que yo mismo detectara mi machismo fuera y lo sometiera a algunos no siempre suficientemente fructíferos ejercicios de conversión.

Para empezar, muchas mujeres felices, que no cuestionaron explícitamente el patriarcado, me enseñaban con su vida y testimonio mucho de lo que yo me perdía desde un modo de entender la masculinidad que mutila el alma: lo de los «hombres no lloran» o lo de «nenita la que llore». Gracias a Dios, muchas amigas me enseñaron a ser (valga la expresión) más femenino; y eso, tengo que reconocerlo, me ha hecho más feliz, más capaz de gozar y de sentir y gustar la vida.

Gracias a Dios, decía un poco más arriba y repito ahora, fui descubriendo también que, tal y como manifestaba el título de un libro de John Austin, hay cosas que se hacen con palabras. Quien conozca mis escritos sabe que soy más bien amante del realismo y que mi pensamiento es poco kantiano. Me encanta Zubiri y sus afirmaciones sobre que la inteligencia está afectada por los sentidos y que las cosas son «de suyo». Me inspira muchísimo Ellacuría, al que mataron por querer hacerse cargo, cargar y encargarse de la realidad.

Así fui descubriendo que algunas palabras encubren la realidad y que la realidad escapa muchas veces a la verdad oficial, que es, en realidad (déjenme redundar) una mentira. La igual dignidad de hombres y mujeres, la capacidad para desempeñar todas las funciones sociales por parte de ambos sexos, la presencia histórica decisiva de las mujeres en todos los procesos que nos han traído a lo que hoy somos es una realidad, una verdad, que se encubre todavía hoy con mitos, tradiciones, exposiciones públicas, refranes, dichos, ausencias, ninguneos. Es decir con gestos y palabras, con el lenguaje. ¡¡Mira tú que llamar a Dios, en nuestra lengua, mediante una expresión masculina que proviene del griego Zeus y que pasó al latín con Zeuspater (Jupiter)!. Eso es un modo potente de encubrir la realidad. Dios no es un macho.

Cierto es que algunas escuelas semánticas afirman que el significado viene dado por el uso. Así, si usamos «Dios» para referirnos al misterio transcendente del que tiene entrañas de misericordia, la palabra usada se parecería más y más a esa realidad. Pero es que la mentira es también un uso del lenguaje. Por eso, muchas veces me verán defender eso de Padre-Madre, Luz y Sabiduría, Espíritu de Vida, Palabra divina… Verán que hay muchas formas, femeninas de referirnos al Misterio (término también masculino) de trascendencia (femenino) y amor (masculino) que está en la base de nuestra fe. Eso que llamamos lenguaje inclusivo, que, como todo en la lengua, está vivo y necesita articularse con principios como economía y belleza, es algo bueno, porque ayuda a la principal función de la comunicación, la de mostrar la verdad.

Alguno dirá que no es necesario, que nuestros usos habituales de la lengua no son en sí mismo machistas, o que la praxis es más importante que las palabras. Es posible. Pero yo, ante eso, traigo aquel recuerdo de mi padre, que también era machista, en la avenida de El Puente. Al ver a aquellas mujeres dirigiendo el tráfico con sus uniformes de policía municipal aseguró: «Esto es normal». Lo dijo y era verdad: es normal, es bueno y de sentido común, a pesar de que entonces resultara raro, extraño, un poco loco.

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