El hombre que respetaba a los periodistas

Guillermo García-Alcalde, dando una conferencia sobre la figura de Wagner.

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Teresa Cárdenes

Teresa Cárdenes

La AEMET vigilaba desde el lunes la proximidad a Canarias de una tormenta rara. Pero lo que trajo este lunes, uno de esos aparentemente beatíficos 15 de mayo, fue una tristísima e inesperada lluvia de piedras y de lágrimas sobre el periodismo hecho en las Islas. Se ha ido Guillermo García-Alcalde y, con él, la mayor lección de periodismo y de gestión de empresas periodísticas que haya conocido jamás el Archipiélago.

Absolutamente apabullada por la dimensión que ya tenía entonces su figura, conocí a Guillermo García-Alcalde una noche de hace muchos, muchos años, ante los micrófonos de una emisora de radio. Tendría yo veinte y hacía prácticas de periodismo entrevistando a gente. Así que allí me vi una noche ante García-Alcalde, que ya era entonces director general de Editorial Prensa Canaria, amén de respetadísimo músico y a la vez crítico musical, y un compositor de música contemporánea que visitaba aquellos días la ciudad.

Mi shock de mega novata ante semejante encargo radiofónico era total. Así que, como me acababa de leer el libro Obra Abierta de Umberto Eco, me dio por enredarlos en la teoría de si la música clásica, contemporánea o no, podía ser lo suficientemente abierta como para hacer partícipes de su composición a los espectadores. Ellos, entre entretenidos y divertidos, me miraban más o menos como si los estuviera entrevistando una extraterrestre. Pero entraron al trapo de Umberto Eco y allí estuvimos una hora dale que te pego en la seguramente más estrambótica entrevista ofrecida jamás por aquella emisora.

A García-Alcalde debió hacerle gracia el episodio. Porque el caso es que tres o cuatro años después me hizo saber a través de otro periodista que tenía interés por hablar conmigo para saber si aceptaría un contrato en Prensa Canaria. Triplemente abrumada otra vez por la situación, esta vez bordeé directamente el pánico.

Trabajaba entonces en el periódico de la competencia y me atacó la paranoia de qué sucedería si alguien me viera entrar en el edificio de Prensa Canaria y muy en particular en el despacho de Guillermo García-Alcalde. Las batallas entre los periódicos editados en Gran Canaria eran épicas en aquel momento, por definirlas de un modo bondadoso. Y aquello podía parecer un delito de alta traición. Así que no se me ocurrió mejor cosa que decirle a aquel hombre que mejor nos veíamos ¡en la cafetería de El Corte Inglés!, así, en plan casual, como si fuera lo más normal del mundo que el consejero delegado de una empresa fuera a tomar café con la recién salida de la categoría de becaria en el probablemente sitio menos discreto de toda Gran Canaria. Pero hasta allí fue el hombre a contarme sus planes de contratación con santa paciencia franciscana, mientras yo me montaba en la cabeza aquella absurda película del KGB. Y encima le dije que no.

No existía internet, ni las redes sociales, ni la maldición bíblica de los influencers. Entonces solo había periodismo, aquella forma de esclavitud vocacional que consistía en dejarse la vida, la familia y la salud en correr como posesas y posesos tras la ilusión efímera de contar algo antes que nadie en la portada del día siguiente. Y Guillermo García-Alcalde ya llevaba para entonces algunos trienios reclutando periodistas y componiendo equipos de redacción capaces de lograr su gran propósito: hacer de LA PROVINCIA una gran referencia no ya solo del periodismo, sino del pensamiento y a la vez de la solvencia empresarial, y sobre todo un gigantesco espejo en el que toda Canarias, y muy singularmente Gran Canaria, quisiera mirarse. Y así, ocupándose personalmente de buscar a los profesionales, logró crear, tanto en LA PROVINCIA como en el Diario de Las Palmas, las redacciones más brillantes, cualificadas y más equilibradas en términos de conocimiento y eficiencia que han tenido nunca los periódicos de Canarias.

El resultado de todo aquel empeño fue la creación de una gran potencia en torno al nombre de Editorial Prensa Canaria y, a la postre, dar el primer y definitivo impulso a lo que más tarde sería, ya con vocación nacional, el emporio periodístico de Editorial Prensa Ibérica que lidera Javier Moll. Parecería una mera hazaña periodística y empresarial, si no fuera porque de ello dependía también en buena medida la salud democrática de toda Canarias. Pues sabido es que sin buen periodismo no hay democracia y que, allí donde no llega la luz, solo florecen, amén de la oscuridad, los entresijos miserables del poder mal entendido, que no es otra cosa que la corrupción en todas sus versiones, mutaciones y malformaciones.

La arriba firmante, tras aquel torpe primer no, tuvo la fortuna mucho después de compartir veinte años de carrera profesional a la sombra de una figura que solo se reconocerá en toda su dimensión cuando algún niño de ahora investigue en el futuro cómo y quiénes hicieron del periodismo una joya democrática en Canarias. En veinte años se sucedieron naturalmente veinte mil anécdotas como las relatadas más arriba, que describo con la intención de dibujar cuánto de factor humano hay también tras el periodismo y cuánta sencillez había en realidad en aquel hombre pese a su colosal proyección profesional.

Y he aquí entonces otra de las grandes claves de Guillermo García-Alcalde. El factor humano, definido específicamente como cuidado de las personas, diplomacia exquisita en el trato y respeto absoluto de los profesionales. Porque él no solo fue un compositor y un crítico musical exquisito, un ejecutivo con una impresionante capacidad para visualizar los desafíos del futuro y un gestor empresarial que contribuyó al nacimiento de una gran potencia periodística.

No. Fue todo eso, pero fue también mucho más. Un cuidador de personas que se preocupó y ocupó con discreción y sutileza de las tristezas o las desgracias de los muchos trabajadores que estaban a su cargo. Un diplomático exquisito que desactivó con grandes dosis de inteligencia los campos minados en que algunas veces se convierten inevitablemente los periódicos por las igualmente inevitables batallas de egos. Un jefazo que, cuanto más alto era su puesto en el escalafón, más cuidado ponía en las formas de relación con todos y cada uno de sus subordinados. Pero sobre todo, un alto ejecutivo que jamás ninguneó, ni puenteó, ni esquinó, ni humilló a ninguno de sus directores por la vía de entrar en la redacción como el caballo de Atila a cometer el pecado capital de entrometerse en el trabajo de los periodistas. Porque sabía muy bien que esa era la primera regla de oro si se quería demostrar, ante los directores, pero también ante todos los periodistas y por supuesto ante la sociedad, respeto genuino y comprometido con el periodismo, con los periodistas, con su trabajo y en último término, con la libertad para informar o para opinar.

Lamento en el alma que Guillermo García-Alcalde se haya ido sin que las Islas tuvieran como mínimo la deferencia de otorgarle el Premio Canarias de Comunicación, que hubiese merecido cien veces por su contribución a la libertad de información y a la salud democrática de las Islas. Lamento la tristeza inconsolable de su esposa, Mary, y de su adorada hija Amalia. Y lamento haber visto este martes cómo las lágrimas se despeñaban por el rostro inconsolable de personas como Lorenzo Olarte, su eterno amigo del alma, y de todas las personas que le amaron más allá y con total independencia de los intereses espúreos y efímeros de la política y del periodismo. Porque ellos, quienes le amaban, sabían muy bien en qué consistía el sentido inagotable de la lealtad de Guillermo García-Alcalde.

Con muchísima tristeza deseo que su alma vuele tan alto como su sentido del deber, ahora que nubes oscuras, como presagiaba la AEMET, ensombrecen el horizonte de nuestras cumbres. Descansa en paz, queridísimo maestro.

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