Isla martinica

Las napias de Bildu

La portavoz de EH Bildu en el Congreso, Mertxe Aizpurua.

La portavoz de EH Bildu en el Congreso, Mertxe Aizpurua. / EFE

Corríjanme si me equivoco, pero hay tres tipos de silencio. Uno es el del asesino antes de matar. Otro, el de la víctima justo en el instante previo al ataque. Y el tercero es el que sobrevive entre los herederos del asesinado que, en realidad, somos todos. Este último es el que Bildu ha venido a profanar con su ritual de infamia al incluir a condenados por terrorismo en sus listas electorales. Decir lo contrario, tan siquiera pensarlo, nos sitúa directamente en el territorio de la barbarie.

Defender, tratar o simplemente hablar de derechos, en referencia a los asesinos convictos de ETA, no deja de sorprender en un mundo como el de hoy. Es verdad que cada individuo, por el hecho de serlo, es un sujeto de derechos, como asimismo es titular de los privilegios que le otorga la ley, pero, en modo alguno, esta realidad contrae relación de necesidad con las virtudes morales. A este respecto, las personas han de ser consideradas como un proyecto, una ilusión en marcha, quizás un quehacer que diría Ortega, pero jamás como un boceto de maldad o perversión. Si concretamos la tarea del individuo en la búsqueda y progresión de la excelencia, cualquier cosa que no sea ésta es sinónimo de inmoralidad, de engaño a uno mismo o perjuicio hacia los demás. En tal sentido, las candidaturas de Bildu son inmorales, puesto que se mofan de las víctimas, que recuerdo que somos todos, no solamente los caídos bajo el plomo de las balas.

Cada español, incluso los que desprecian su bandera, es garante de un pacto social y político por el cual se ha convenido en convivir y no en matarnos los unos a los otros. El alemán Kant, en su obrita La paz perpetua (1795), nos indicó el camino a seguir y el mismo título del opúsculo ya señalaba el opuesto al que habría que eliminar de la ecuación. En otro tiempo, ETA quería la «paz de los cementerios» y los simpatizantes de Bildu se alimentan ahora de la manifiesta debilidad de los demócratas al no denunciar lo que fue aquello y aún pervive entre los fanáticos de Otegi. Personalmente, prefiero la «paz de los vivos», pero ésta tampoco puede afirmarse sobre el miedo o la castración moral.

Por supuesto, hago mío el deseo de cientos de miles de compatriotas en pos de la ilegalización de esta aberración que es Bildu, pero desde una perspectiva que va mucho más allá de lo que supone mirarse la punta de la nariz. A veces me da por pensar que, de tanto escupir a la verdad, las napias de los etarras y sus secuaces son tan alargadas que parecen oscurecer el entendimiento de algunos, especialmente el de aquellos que se deleitan con la inalienabilidad de los derechos. Tanta majadería e inconsciencia únicamente deriva en complicidad con los enemigos de la libertad.

Advertía Adela Cortina, en una obrita para el recuerdo, El quehacer ético, que el principal antagonista de la moral se encuentra en la desmoralización, en un claro homenaje al fundador de la Escuela de Madrid, el ya citado Ortega y Gasset, y qué mayor atropello a la moral de un pueblo que profanar el silencio de las víctimas con las palabras huecas de los fieles de Bildu.

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