Observatorio

Educar a los niños y niñas en la familia

Educar a los niños y niñas en la familia

Educar a los niños y niñas en la familia

Inmaculada GonzálezCarbajal García

En este mundo global, en el que cada vez se borran más las fronteras de la diversidad en la forma de vestir, en las costumbres y en los hábitos que asumimos, la tendencia natural a sentirse diferente nos lleva a buscar la identidad por los medios más variopintos. Tal es así que la identidad está de moda y parece que todo el mundo anda a la búsqueda de la suya.

Una etapa de la vida en la que el tema de la identidad es muy importante es la adolescencia, esa franja de la existencia especialmente sensible a la opinión de los otros y a la integración en el grupo, en la que un soporte sólido construido desde la infancia en el seno de la familia, es el eje fundamental para transitar por este necesario periodo de paso hacia la juventud y la edad adulta. Claro que para ello es necesario que los adultos tengan la sensatez suficiente para dar a sus hijos e hijas las herramientas necesarias para este recorrido vital.

El título del presente artículo sale de la historia que voy a contar ahora. Una adolescente se presenta en clase con unas uñas de gran tamaño, al más puro estilo que ha marcado tendencia la cantante Rosalía. La directora del centro le dice que no debe ir a clase con ese tamaño de uñas: por un lado, será difícil que pueda tomar notas en la clase; por otro lado, si da un manotazo o hace algún movimiento descontrolado, puede provocar daño a alguien. A las dos horas, la profesora recibió una llamada de la madre de la chica, preguntándole si tenía algún problema con su hija, a lo que la profesora respondió que por supuesto que no. A continuación, le dijo de manera contundente que las uñas de su hija formaban parte de su identidad y que no iba a dejar de llevarlas por mucho que le molestara a la profesora. Ahí se acaba la historia.

Reforzar la identidad de una adolescente con algo tan mudable como unas uñas postizas no sé si es la mejor manera de proporcionarle una herramienta identitaria para caminar por la vida. Claro que, en esta sociedad de la apariencia y de la estética –más que de la ética–, unas uñas postizas y enormemente largas pueden resultar un elemento fundamental para destacar en el grupo y captar la admiración de los otros. Lo grave es que sean los propios padres quienes apoyan y reafirman este tipo de cosas en sus hijos, sin tener en cuenta que lo que hoy es imprescindible para esta muchacha, mañana tendrá que ser reemplazado por otra cosa igualmente innecesaria y que no le aportará ningún valor sólido a su vida; así, entrará en la espiral de consumo que es lo que quiere este sistema para el que la persona es solo eso: un objeto de consumo permanente.

Desde las instancias políticas, se propone que la escuela o el colegio instruyan en valores y que eduquen a los niños y niñas en todo (sexualidad, igualdad, nutrición y un largo etcétera), cuando los profesores tienen las manos atadas para hacerlo. De lo que deberían hablar los políticos es de algo tan impopular como que las familias eduquen a sus hijos en casa, como siempre se hizo –por supuesto, muchas lo hacen y tienen que lidiar con ello cada día–, porque es el espacio donde asimilamos lo que va a conformar la base de nuestro esquema de pensamiento, donde se nos dirige la mirada hacia lo que es importante y donde se vertebra el eje de valores con el que vamos a caminar por la vida. El respeto hacia uno mismo y hacia los demás se aprende en la familia y no con discursos, sino con hechos y actitudes.

Es evidente que cada sociedad tiene su propia adolescencia, fruto del funcionamiento general, y cuando no hay referentes éticos, cualquier cosa es válida para reafirmar la identidad; mientras, el mercado se frota las manos ofreciendo multitud de productos y servicios que venden la exclusividad, la originalidad o la felicidad.

La identidad es una construcción subjetiva, que se crea con identificaciones que hacemos a lo largo de la vida y que no excluyen aspectos externos y mudables de las personas; pero lo mejor es crearla con valores menos frívolos y más duraderos, que ayuden a nuestros niños y adolescentes a consolidar una personalidad sólida, capaz de soportar los rigores de la vida y, por qué no, a contribuir a la mejora de la sociedad.

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