Isla Martinica

El error progresista

Un soplo de aire fresco empieza a fluir de Norte a Sur y de Este a Oeste. El que no lo haya percibido todavía, por insensibilidad o quizás por intolerancia, nunca se sabe, es el que más lo echará en falta. Hubo un tiempo en el que, los que ahora ven con claridad la indicación de salida, entraron en el gobierno invitando a los compatriotas a un mundo de falsas promesas y seguras victorias sobre el pasado. Lo llamaron «ideal de progreso», como si la prosperidad de los pueblos se cifrara en la imposición de una determinada ideología, de un pensamiento universal. Y, sin embargo, es ese mismo pensamiento el que ha ido socavando, casi de un modo paralizante, las aspiraciones del hombre por singularizarse tanto como por diferenciarse en las ideas; en fin, reduciendo las posibilidades de eso que se ha dado en llamar libertad individual.

España se lo merecía largamente y la fortuna, mutada en millones de votos en las urnas, así lo ha querido. Toca reconstruir lo demolido, lo asaltado, tal vez lo usurpado, desde luego lo profanado y, por qué no decirlo, hasta lo ridiculizado por el yugo de los intolerantes patrios. Una tarea que requerirá del esfuerzo de todos, pero también de la férrea voluntad de cada uno, puesto que la recompensa a obtener, y ya nadie lo pone en duda, será tan grande como el daño causado. Para minar o hurtar esa reconfortante sensación de libertad en la que vivíamos hasta hace bien poco, les bastó con cercar al individuo con conceptos, dogmas y géneros inexistentes. Porque fue el alemán Nietzsche quien señaló al lenguaje como la poderosa herramienta de la que se valen los sepultureros de la intolerancia para triunfar sobre la vida misma. Cambiemos, pues, las palabras para que recobren de una vez su significado original, para que vuelvan a ser custodios de los valores de antaño. Un hombre es un hombre y una mujer, una mujer. No hay mayor revolución que recuperar lo auténtico y, por cierto, no hay mayor compromiso que la vuelta a las raíces. La libertad no es, ni de lejos, sinónimo de esclavitud, ni debiera serlo, como ya nos previniera Orwell en la acertada 1984. Este es el fin del error progresista, aquel que expulsó al librepensamiento de la polis, de la esfera pública, en aras al adoctrinamiento y la ingeniería social. Por supuesto, esta claudicación apenas es un punto de partida, un primer paso, al que habrán de seguir otros tantos, como el de las sucesivas derogaciones de leyes sin pies ni cabeza, huérfanas del deseable consenso en su tramitación parlamentaria, o el del correspondiente capítulo de la abolición, por ejemplo, de las imposiciones doctrinales en el ámbito de la educación, fruto de un desquiciante sectarismo en el gobierno de las cosas.

El pueblo ha hablado, y de qué manera, dando muestra de una sensatez en el juicio sólo equiparable al grado de hartazón con una serie de situaciones que chocaban con una esencia, la del alma de los españoles, que, de tanto negarla, ya no se sabía si habitábamos el hogar de nuestros padres o vaya usted a saber. Volvemos a ser hijos de un país maravilloso, de una nación milenaria, rica y compleja como pocas, y por ello aún más valiosa, con la que tristemente querían acabar los aliados de un gobierno que llevaba en su interior la semilla del odio y la discordia.

Hágame caso y tome aire. Sienta la suave brisa que pronto se convertirá en un vendaval de libertad que recorrerá toda España.

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