La vida periodística y la vida

Sombra y claridad de las plazas

Juan Cruz Ruiz

Juan Cruz Ruiz

Estuve en Santo Domingo, con escritores. Daban conferencias, tenían coloquios, yo apuntaba en mi libreta como siempre he hecho. He sido un periodista de tomar notas, obsesivamente. Mi casa está llena de cuadernos y de cuadernos en los que se registra esa obsesión que no me abandona.

En la mesa ante la que escribo, frente a un ordenador que pesa más que un niño, está ese panel de color blanco, devolviéndome letras, y al lado hay papeles y más papeles, en los que tengo tomadas decenas, cientos de notas de asuntos de los que me debo ocupar, en mis reportajes o en mis artículos, de fútbol, de literatura, de las personas de las que escribo, de la política, de lo que ocurre.

Esta costumbre de tomar notas, como si el tiempo fuera a huir de mi vida de periodista y tuviera que amarrarlo a las páginas de mis cuadernos para que no huya, viene desde la adolescencia, y sigue hasta hoy. Hace años Mario Vargas Llosa tuvo la gentileza de dedicarme un libro. En letra impresa apareció su referencia a esta manía, "siempre con su lápiz y su papel". Ahora, en El Médano, Tenerife, donde vivo desde hace treinta años, alternando con Madrid, encontré uno de esos cuadernos, y estuve tratando de descifrar los nombres propios, los hechos, los asuntos pendientes, las entrevistas o las crónicas en las que estaba entonces.

Estaban allí, por ejemplo, el germen de una crónica sobre el encuentro entre Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina, un esbozo de lo que finalmente escribí sobre Ángel González, el poeta, que murió por entonces, una referencia a lo que don Emilio Lledó dijo en una conferencia, miles de referencias a la actualidad de la vida. En otros cajones descubrí otros cuadernos, en los que había similares reliquias de los tiempos que habían pasado. Cerré esos cajones y terminé de hacer mi equipaje para volver a Madrid, a seguir tomando notas.

Hace unos días me encargaron que contara la vida en la Feria del Libro de Madrid. Como me pareció un encargo interesante, al que debía prestar atención y por tanto notas, me compré un nuevo cuaderno, pues no puedes escribir cualquier cosa en cualquier soporte si el encargo es interesante o te merece la pena hacerlo con los datos adecuados. Fui a una librería, le pregunté a la librera sobre su primer libro en las numerosas ferias en las que estuvo a lo largo de su vida, seguí en la propia feria hablando con jóvenes libreros, con editores, con personas que tienen a su cargo, en la Feria del Libro de Madrid, el cuidado de sus delicadas estanterías. Pregunté y pregunté y pregunté, y al final tenía medio cuaderno lleno de referencias, nombres propios, declaraciones, que terminaron siendo la materia una crónica que titulé, porque así fue mi impresión después de los días inciertos (neblina, lluvia y calor) que se están viviendo en la presente Feria del Libro de Madrid: "El sol no vino a firmar a la Feria".

Después lo escribí, siguiendo el guion de mi cuaderno, lo mandé a los periódicos para los que trabajo y, como suele ocurrir en este oficio, nadie dijo nada, pues ese es el destino de los textos, ser escritos, con entusiasmo o con alegría, o con melancolía y esperanza por lo menos de haberlos terminado bien, y hallar que, en la lógica avalancha de los días, lo que tú has enviado es tan solo la parte de abajo del iceberg de las verdaderas noticias, que ahora son, naturalmente, las que tienen que ver con el devenir político, bien azaroso y, en el caso de Madrid, bien caliente, demasiado caliente, al menos a mi me quema.

Cuadernos, pues, miles de cuadernos resumen mi vida como periodista, oficio en el que llevo desde que tenía trece años y cuya primera estampa gráfica es la de este aspirante a cronista bajo la efigie pétrea del montículo que preside el campo del Peñón, en el Puerto de la Cruz, con un lápiz y un cuaderno en las manos. Entonces tenía aquellos trece años, y ahora tengo 74, y sigo siempre en la misma actitud, como si siempre estuviera escribiendo una crónica de lo que sucede.

Estas cosas me vinieron a la cabeza, pensando en la escritura y en las crónicas, este último 26 de mayo, en mi pueblo, esperando que llegara a la plaza del Charco, mi habitación preferida de la ciudad turística, mi amigo Salvador García Llanos. Él era un periodista alevín cuando yo andaba ya con mi cuaderno por los campos de fútbol, y por la vida, y él me enseñaba sus textos, como si ya supiera yo corregirle a un colega. En esa plaza me hice del equipo en el que milito, entrevisté, por ejemplo, a don Tomás, el catalán que cuidaba, y agitaba, los columpios, conocí a pintores y a escritores, y me fui haciendo, como un chico aplicado, cuadernos y más cuadernos, que compraba en las librerías que entonces circundaban la plaza.

Todo lo hacía, más o menos, en el Bar Dinámico, que ahora cambió de nombre; ahí se alternaban regresados del exilio, recién llegados de otros países, extranjeros como Edmundo A. Esedín del Ródano, el argentino más culto que he conocido, egresados de la guerra con las medallas de Franco, o don Luis Castañeda, que fue un maestro en el arte de discutir y de escribir, un hombre cuya generosidad no tenía límite y su inteligencia tampoco. Cuando llegó Salvador yo estaba pensando en aquellos nombres propios, en su entusiasmo por ser el periodista que en seguida fue, y todo ello lo quise meter en un cuaderno, pero esta vez no llevaba cuaderno. En un momento determinado sentí el antiguo olor a la humedad del Puerto, y de pronto el sol brilló como en infancia, y me acordé de la frase de Albert Camus que tanto me ha ayudado a vivir sin miedo al desdén: "El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento".

Ahora que estoy lejos de la plaza recuerdo que todo esto que cuento lo podría decir también de la última plaza en la que fui feliz, antes de regresar al Dinámico a encontrarme con este puñado de recuerdos que de una manera u otra forman parte de mi manía de anotar. Esa plaza fue la de Santo Domingo, en la República Dominica. Me llevó una joven especialista en congresos literarios o de otro tipo, me puso en un bar como el Dinámino, me hizo escuchar canciones como las que nos llegaban a la Plaza del Charco, me sirvieron café como en el bar de mi adolescencia, y me di cuenta de que no había columpio pero sí sentí por allí una voz melódica como aquella con la que don Tomás ensayaba lo que luego tenía que cantarles a los niños cuando se subían a sus columpios.

Sentí que estaba en el Puerto de la Cruz hace sesenta años, y eso quise anotar en el cuaderno, pero lo había dejado en el hotel. Ahora que me acordé lo dejo escrito aquí, pues este cuaderno no se me olvida ningún sábado. Es mi crónica de lo que voy viviendo, y recordando.

Suscríbete para seguir leyendo