Caleidoscopio

Kafka y la poesía

Julio Llamazares

Julio Llamazares

Me invita un amigo escritor a dar una lectura de poesía en una ciudad de España (no diré el nombre para no ofender) y del Ayuntamiento de esa ciudad, que es quien financia la actividad, me llega un largo correo con el que presuntamente me orientan por el largo camino burocrático que tengo que transitar para percibir los honorarios previstos para mi lectura poética. Omito transcribir ese correo porque ocuparía todo el espacio de esta columna, pero sí diré que el camino burocrático que se me propone en él (en un lenguaje entre funcionarial y tecnológico de imposible comprensión para una inteligencia media como la mía) es el equivalente al de alguien que solicita la nacionalidad estadounidense: tres documentos a rellenar y firmar y cada uno de ellos de obligatorio envío al Ayuntamiento emisor por diferentes conductos: mediante correo electrónico a la Sede Electrónica del Ayuntamiento de marras («necesita tener el certificado electrónico instalado en el ordenador») o al Registro General Electrónico (AGE) «en el caso de que la Sede Electrónica del Ayuntamiento no funcione» (sic), entregando la factura impresa con firma original y bolígrafo azul (sic también) en el Registro General del Ayuntamiento» o «en alguno de los registros de España que envían documentación a todas las administraciones», en los que naturalmente hay que pedir cita previa por Internet (este añadido es mío), o, en fin, a través de Correos «adjuntando el impreso que le envío relleno y firmado con bolígrafo azul y en sobre abierto para que lo sellen y certifiquen»... A estas alturas del correo, yo ya he olvidado que soy un poeta y que lo que me encomendó mi amigo es que fuera a leer poesía a la ciudad de esos funcionarios tan puntillosos como modernos.

Aprovechando que mi amigo vino a Madrid a firmar sus libros en la Feria y, dado que el envío por correo electrónico de los documentos firmados y escaneados a la funcionaria que me orientaba en la selva administrativa de su Ayuntamiento resultó fallido por cuanto esta posibilidad no se contemplaba por negativa expresa «de Contratación», le di una copia para que la entregara en persona, cosa que hizo a su vuelta con igual resultado que el de mi correo electrónico porque, por una casual coincidencia, Contratación acababa de decidir que tampoco entregar la documentación física en el Ayuntamiento era posible ya, teniendo obligatoriamente que hacerse «a partir de ahora de forma telemática conteniendo firma digital y en la Sede Electrónica del Ayuntamiento» (las palabras en negrita son de la funcionaria, no mías).

Coincide todo esto con otra serie de correos que desde hace dos meses recibo del Ministerio de Cultura y Deporte pidiéndome todo tipo de precisiones y documentos para abonarme la cantidad correspondiente a mi participación en un programa impulsado por él para que estudiantes conozcan a los escritores (ninguna cifra astronómica, no vayan a pensar), así que comprenderán que lleve días con sueños nada poéticos, tantos y tan persistentes que he decidido renunciar a leer poesía si no es gratuitamente y sin acogerme a esas ventajas infinitas que la tecnología al parecer nos brinda, pero que, en mi caso, sin duda por mi obtusidad, me acabarán llevando a imitar a otro amigo que, ante la negativa del camarero de un bar a decirle de viva voz lo que desde la pandemia nos obligan a leer en los QR que han sustituido a las cartas en bares y restaurantes (¿tanto cuesta una real?), pensó en arrodillarse en el suelo y, abrazado a la pierna del camarero, seguirle por todo el bar suplicando auxilio al grito de: «¡Perdóname, soy un ser primitivo!».

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