Opinión | A la intemperie
Locura

Clientes del Rastro dominical / José Carlos Guerra
Estuve cenando en casa de un amigo que tenía un gato disecado. Lo había comprado en el Rastro y había pertenecido en tiempos a una condesa que al morir su mascota decidió conservarla de ese modo. La condesa falleció también, pero sus descendientes, en vez de disecarla, la incineraron y pusieron sus pertenencias a la venta. El gato, de angora, fue a parar al anticuario en el que mi amigo se hizo con él.
- ¿Por qué lo compraste? -le pregunté.
- Porque me parecía que estaba vivo, aunque simulaba estar muerto. Ya sé que se trata de una locura. No cabe duda alguna acerca de su estado, pero yo me paso la vida observándolo para ver si lo pillo moviéndose en un descuido.
Me contó que se despertaba a medianoche e iba de puntillas hasta el salón para comprobar que la mascota continuaba donde él la había dejado.
- Y sé que continuará allí -añadió-, pero una parte de mí me empuja a verificarlo todo el rato. Es como una enfermedad.
La verdad es que el animal parecía vivo. Tenía un ojo de cada color y permanecía de pie, con las cuatro patas apoyadas en el suelo, la cola levantada y la cabeza en posición de alerta, como si esperara algo (quizá la aparición de un ratón) que estuviera a punto de ocurrir. Comprendí la obsesión de mi amigo porque lo cierto es que no podías apartar la vista de él.
Al final de la cena, mi amigo me pidió un favor:
- Juanjo, llévate el gato a tu casa porque no puedo ya vivir con él.
- Pero yo no tengo tiempo de ocuparme de él -le dije.
- ¡Pero, por Dios, si está disecado! -exclamó-. No tienes que hacer nada más que dejarlo en cualquier sitio. Llévatelo, aunque sea una temporada, y pueda yo quitarme de la cabeza esta obsesión.
- Tíralo a la basura -sugerí.
- ¿Cómo voy a tirarlo, si parece que está vivo?
Al final cargué con la mascota, a la que coloqué en el salón, detrás del sofá, para no volverme loco yo también con ella. Pero a veces me acerco sin hacer ruido para ver si la descubro lamiéndose una pata. En fin.
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