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La vida periodística y la vida

Crónica del infinito y el junco

El investigador José Farrujia posa junto a su libro en una de las aulas de la Facultad de Educación de la ULL. | | ANDRÉS GUTIÉRREZ Verónica Pavés

El primer día en que don Emilio Lledó entró como catedrático en la clase que le esperaba en la Universidad de La Laguna él tendría menos que la edad que cuenta una admiradora suya, con la que se sentó este último miércoles en la Biblioteca Nacional de España a hablar de sus respectivos saberes.

En aquel entonces don Emilio estrenaba cátedra, venía de Valladolid, había nacido en Sevilla, y conocía de cerca, por su padre, por su familia, por sí mismo, el estampido de la guerra. La joven que ocupó sitio junto a él en la sala de conferencias de la institución más venerable de la cultura literaria española es ahora una mujer muy influyente, autora de un libro principal, El infinito en un junco (Siruela), y es Irene Vallejo.

Cuando ese libro se subió a la montura del asombro público la gente se puso a leerlo como si fuera un estallido tranquilo de pasión por la lectura. El boca a boca funcionó pronto. Este periodista tuvo la suerte de recibir de quien sabía (en realidad, mi hija Eva, que lo había leído con enorme alegría) la nueva de este libro singular, único, una obra maestra. Y entonces la fui a entrevistar en Zaragoza, donde ella empezaba a tener noticias de esa repercusión casi sobrenatural, para el estándar español, de su obra.

Ahora este libro ya está en veintisiete idiomas. Acabo de estar en Buenos Aires, en su feria del libro, y allí Irene Vallejo estuvo a la altura de las demandas que requieren obras de Jorge Luis Borges o de Julio Cortázar. Más aún, allí, como en Uruguay, adonde iría después, en México, en Colombia, en cualquier sitio de esta lengua, pero asimismo en el mundo en el que se han acercado al libro, ella es una maestra buscada por donde pasa, genera colas inmensas. Pero no ha perdido una salud que a veces se quiebra con el éxito: la luz de la humildad.

Entre los que supo en seguida del enorme interés que tiene el infinito… para cualquiera, y por tanto para un profesor y, aun más, para un filósofo, fue don Emilio Lledó. Con la curiosidad que él redobla a sus 95 años supo en seguida de Irene Vallejo, y amigos que supieron de ello, como el librero Nani Valverde, cuya librería Jarcha está en Villaverde, la zona de Madrid donde don Emilio vivió el sonido desesperado de la guerra, quisieron juntarlos. Él quiso convocarlos a su establecimiento, y los dos estuvieron felices de que esa coincidencia (el maestro e Irene, el infinito y el junco, por así decirlo) tuviera efecto. Pero la expectación que ambos generarían iba a ser demasiado para un local como Jarcha, así que Ana Santos, la directora de la Biblioteca Nacional, cedió el principal salón de actos de este enorme auditorio.

El auditorio se llenó, naturalmente, a rebosar. Nani los presentó, los dos maestros, el infinito y el junco, estuvieron felices de coincidir, y al final la directora de la BNE hizo una despedida que parecía hecha con lágrimas de alegría, por lo que había escuchado, por lo que significaba un encuentro así: dos inteligencias, uno de más de noventa, una que no ha pasado mucho más allá de los cuarenta, compartiendo una apuesta emocionante sobre la lectura y sobre su futuro.

Porque el asunto que los juntó en seguida fue la lectura, los libros, la pasión, en primer término, «por el mundo griego», dijo don Emilio, «un subsuelo que no podemos olvidar nunca». Homero era entre ellos un nombre común con el que estuvieran tan familiarizados como si fuera la palabra padre o la palabra madre.

Los vi a través de la cibernética, y tomé tantas notas como las que tomaba cuando Lledó se subía al escenario de la universidad y nos contaba, a la vez, la filosofía alemana y el extraordinario bagaje griego de su conocimiento. Irene y él estuvieron de acuerdo en poner de manifiesto la belleza como el orden natural que proviene de los efectos de la lectura, y ella, gentil pero también veraz, agradeció al profesor sus «palabras nutricias» a lo largo de su historia, y juntó la palabra admiración (por «don Emilio», como ella lo llama, como lo llamamos sus alumnos de entonces) por «el placer que desgranan sus libros»…

Fue más de una hora de encuentro filosófico y humano basado en la admiración común por el mundo griego, que fue el que abrió el camino de la modernidad. Los griegos le dieron al mundo el vocabulario principal con el que se comunican las necesidades, los sentimientos y los saberes. La ética, el fundamento, la metafísica, el ser, la historia… Todo proviene de la sabiduría griega. La poesía, la escultura, la idea, la ideología… «Los griegos nos enseñaron», decía Lledó, «a mirar con los ojos del cuerpo, y así crearon la belleza de la escritura». A ellos dos, bromearon, quizá los presentó Platón, «o tal vez», diría Irene, «fue Herodoto, que era más simpático». En un momento determinado la joven y el veterano, el junco y el infinito, se lanzaron a abrazar el concepto de la escritura «como el soporte en el que debían recogerse las palabras, que son compañeros de viaje de las penurias y de los papeles». Desde las piedras y el barro a la madera y al metal, todo pasó a ser soporte de las palabras, «navíos frágiles hasta llegar al presente».

Precioso legado que no puede dejarse al garete, así que don Emilio e Irene se conjuraron para ser, juntos, junco e infinito, defensores de la lectura, como aquel don Francisco (Francisco López Sánchez) que fue su profesor en la República y que reclamaba a los chicos «sugerencias de la lectura» para que ese pegamento les quedara para siempre en la inteligencia de pensar… y de escribir.

Como «lo efímero de los soportes duraderos», que duran poco, reivindicaron el libro que, decía Irene, es tan imperecedero como lo han sido la cuchara o el tenedor… Ahí están, quizá rabiando, los «agoreros de la desaparición de los libros», viendo que lo que parecía noticia inmediata (el libro ha muerto) tiene muchas cabriolas aun que regalar a la humanidad que quiere seguir leyendo sobre el papel.

Hablaron de Aristóteles y de la política («la política es esencial para organizar la vida»), de la función pública, del origen de El infinito en un junco…. Naturalmente, de esta curiosidad fue intérprete el profesor. Irene le contó que el libro nació cuando vino al mundo su hijo Pedro, cuyos primeros años han sido difíciles para un niño, y para sus padres. Los recreos que le dio esa vida los dedicó a imaginar y a contar historias, cuentos, relatos, suspenses…, y se dio cuenta de que le fascinaba esa aventura ingente que contiene la historia y la realidad de la lectura…

Irene le recordó a don Emilio que la palabra diálogo tiene la misma raíz, y la misma raigambre, que la palabra pacto, el profesor le dijo que el hilo de la lengua que viene desde Grecia nunca se ha roto, «ha sobrevivido esa semilla y nosotros mantenemos vivo ese asombro».

Cuando don Emilio hablaba ante el encerado de la Universidad de La Laguna los alumnos que estábamos allí tomábamos notas como si entonces nos fuéramos a examinar de inmediato. Vi esta conversación telemáticamente. Primero estuve mirando, hasta que agarré en mis manos un cuaderno y empecé a tomar notas como si de nuevo estuviera en aquella escuela de aprender.

La última nota que tomé fue una pregunta del maestro: «¿Cuándo llegará la paz? ¿Cómo es posible la guerra todavía?» La joven a la que quiso conocer, y con la que se encontró en una biblioteca tan simbólica como la Biblioteca Nacional de España, le dijo: «Don Emilio, las librerías, las librerías son los espacios de resistencia, y aquí estamos, en la gran librería de España». Las bibliotecas, dijo Nani Valverde, «nunca han dejado de estar en peligro». Nunca hay que perder la esperanza, dijo alguno de ellos tres, reunidos, dijo don Emilio Lledó, «como una familia de la luz que es la cultura».

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