En la casi víspera del recordatorio de los 87 años del golpe de estado del 18 de julio de 1936, que llevó a este país a una guerra civil cainita y a una dictadura de cuatro décadas, sería de una imbecilidad supina no reconocer que la voluntad memorística sobre el nefando episodio reviste en esta ocasión una trascendencia intensa. Con la particularidad testimonial de aquella Fuerza Nueva de Blas Piñar, España no había vuelto a tener en sus instituciones democráticas a representantes del extremismo de derechas, ultras que sobrevaloran su nación frente a la soberanía del pueblo, tal como lo asumió el general Franco y sus conmilitones. Precepto hitleriano, mussoliniano y falangista subsumido por la actualidad de Vox y por Meloni, activistas por la salvación patriótica, grito de purificación unido de manera inextricable a la destrucción, a montañas de cadáveres, mutilados de por vida y escombros, como ha demostrado la historia repetidas veces.
La efemérides del 18 de julio que se acerca debería ser también motivo para el rechazo en plazas y calles de los fascismos, la celebración de los demócratas. Pero no es así. Las cautelas desatadas por todo el espectro político de la Transición impidieron el establecimiento de una identidad colectiva frente al periodo traumático. Un silencio y olvido que en estos momentos resulta fatídico para enfrentarse al crecimiento firme de un partido de ultraderecha. Una desmemoria que no ha sido monopolizada únicamente por los adolescentes o jóvenes nacidos con los últimos coletazos o con la desaparición de la dictadura, sino que ha cuajado entre el oportunismo de los líderes de la derecha conservadora: al PP no le ha importado darle el plácet a Vox con el argumento de que el PSOE también pacta con Bildu y con los soberanistas catalanes. Una equivalencia estentóreamente maniquea, pero traspasada por la responsabilidad histórica que supone la aniquilación de los consensos democráticos del 78. Se acusó a Podemos de destruir el régimen que promovió la Constitución; sin embargo, ahora se riega el país de pactos que erosionan los cimientos del entendimiento, con verdaderos misiles contra las autonomías, la igualdad, la libertad de expresión y educativa, el pluralismo lingüístico y con duros reveses para las mujeres y la solidaridad con los migrantes.
Si uno tiene las agallas de leer el Maniesto del general Franco el 18 de julio observará que su cosmos coincide con las repugnantes exposiciones que hacen en los debates las huestes de Vox. En el juego diabólico que se ha montado el PP de cara al 23J, los populares esperan que la ultraderecha sea cada vez más ultra, con el objetivo de que suba el disgusto y aumente la fuga de votos en dirección a Génova. Quizás consigan el propósito de sentarse al frente del consejo de ministros, pero a costa de llenar el estómago del monstruo que recorre Europa y que ya desató el infierno aquel 18 de julio, fecha terrible.