Lo normal a la vuelta de mi estancia veraniega en Suecia suele ser la clásica pregunta de los amigos: «¿Bueno , qué tal esas vacaciones?» y la respuesta de siempre: «Bien, demasiado cortas». Pero por una vez, elaboremos un poco.
Lo que esta vez me ha sorprendido de mi país es el entusiasmo con el que se aborda la descarbonización y la contención del calentamiento global.
Nada más llegar a Estocolmo me da la bienvenida mi primer ministro, asomado a la primera página del periódico de mayor tirada, donde se le ve sonriente de copiloto de una avioneta eléctrica. El artículo abunda en el prometedor futuro de la aviación eléctrica contando ya una empresa sueca con un pedido de 250 aeronaves con capacidad para 30 personas, destinados a una línea aérea norteamericana.
En la prensa y los medios, el mismo optimismo tanto ante proyectos como realidades, apoyándose sobre todo en el recurso fundamental de Suecia desde hace siglos: sus bosques. Si me lo permiten, les aburriré con unos cuantos datos relevantes. La superficie de Suecia, ligeramente superior a la de España, está cubierta de bosques en un 70 %. Por cada árbol que se corta, se plantan dos nuevos ejemplares, ya que la tala anual viene a ser el 1% del arbolado nacional. Con estas pautas se garantiza la sostenibilidad de una superficie forestal que es hoy día el doble de la de hace 100 años.
Pero resulta que ya en la actualidad el bosque constituye una cornucopia universal: en primer lugar se encarga del ciclo circular de consumo de CO2 y renovación de oxígeno. Y por ejemplo el calor generado en la elaboración de la masa de papel se reutiliza en la generación de energía eléctrica para hogares e industria. Incluso la celulosa obtenida tiene sus aplicaciones en la industria textil. Y los rastrojos forestales se convierten en biogás destinado al combustible limpio de autobuses.
Y últimamente, el nuevo desafío: la madera en la construcción, como sustituto del hormigón y el acero. Como elemento constructivo es dura, duradera y constituye además un perfecto almacén de CO2. Como ejemplo se puede citar la Casa de la Cultura, en Skellefteå, con sus 20 plantas, todas en madera de abeto laminado, y que acoge seis escenarios de teatro, dos restaurantes, dos galerías de arte, y un hotel de 210 habitaciones.
Aunque lo que se ha puesto de moda es el «Timber on Top», donde se construyen dos o tres plantas sobre edificios ya existentes, ahorrándose cimientos y acometidas de agua y luz, y aprovechando así todas las infraestructuras urbanas presentes, sin tener que sacrificar territorio. Gracias al reducido peso de la madera, donde sólo toleraría el edificio una planta de hormigón, se pueden levantar tres sin problema.
Respecto a la durabilidad de la madera, pocas dudas caben para los que hemos podido comprobar el excelente aspecto de las «stavkirche» noruegas, minicatedrales construidas en madera en el siglo XII, todavía hoy en perfecto estado de conservación.
Sea como fuere, todo este reciclaje constituye un proceso de bucle cerrado, que como me comentaba un amigo ecologista, tal vez sin darse cuenta de la boutade: «El enfoque circular es el camino más recto».