El 11 de septiembre de 1714, los soldados de las tropas borbónicas de Felipe V asaltaron Barcelona. Era el fin de la guerra de secesión española y se promulgó un decreto por el que se consumaba la destrucción de las instituciones catalanas. Esto conmemora la Diada, que representa especialmente a los nacionalistas y que ha vuelto a reclamar la independencia ante la posible investidura del presidente en funciones, Pedro Sánchez, tras la que protagonizará Núñez Feijóo los próximos días 26 y 27, como forma de estirar su supervivencia política en el seno del PP y de propaganda electoral en el caso de que haya nuevas elecciones si el globo del líder socialista se desinfla.
En estos momentos no hay tiempo suficiente para sacar adelante una ley de amnistía en beneficio de los impulsores del procés. Dirigentes, altos cargos, funcionarios o directores de colegios. Por cierto, ya tuvimos una en octubre de 1977 con su espíritu de concordia. Es decir, se empaña el regreso triunfal de un Carles Puigdemont, eurodiputado de Junts per Catalunya, por la alfombra del soberanismo catalán y con la querencia del referéndum de autodeterminación en el equipaje.
La movilización toma el pulso a un independentismo en horas bajas, cuando ERC y Junts cayeron en votos en los comicios municipales de mayo y en los generales de julio, en favor del PSC, y la CUP queda fuera del Congreso. ¿Independencia o elecciones? O ni lo uno ni lo otro porque existen aspectos menos grandilocuentes que van más allá de los intereses de una investidura. Que plantean qué modelo de país se quiere.
Hubo ilegalidades cometidas en el Parlament hace seis años, sí. Pero las calificaciones de «golpe de Estado» y «delito de rebelión», en tiempos de M. Rajoy, fueron desproporcionadas y una forma de alimentar el conflicto. La declaración unilateral de independencia era totalmente inviable y una inocentada antes de la Navidad de 2017. Ahora bien, la legitimidad democrática del independentismo reside en la Constitución siempre que encauce sus reivindicaciones por las vías legales. Tenemos una España plural y diversa en el ámbito europeo, que defiende ideas y rechaza la ley del embudo.
No se puede criminalizar a nadie a toda costa, ni organizar el espionaje que tuvo lugar. Recuerden la poca aclarada operación Pegasus. La desjudicialización parece imprescindible para seguir avanzando hacia una solución real, no ficticia, del asunto. Y ello dentro de los tratados internacionales referentes a los derechos y las libertades de cualquier Estado democrático que se precie. Ni Puigdemont ni Junqueras renuncian a ese referéndum, lo cual no significa que sea un requisito vital y previo al acto de investidura de Sánchez. Los políticos de uno u otro color, aunque algunos levanten polvaredas, saben que ningún gobierno facilitará la ruptura de España. Está la legislación vigente y cabe la posibilidad de cambiarla, eso sí, según las reglas del juego.
Los terremotos y las pocas nueces están a la orden del día en claro perjuicio de la serenidad y la sensatez. Esto es aplicable igualmente a los barones del PSOE, quienes se pasan la «ley del silencio» por la entrepierna. El conservadurismo también es el pan de Felipe González y Alfonso Guerra. Quién te ha visto y quién te ve. La derecha tiene a un excelente dúo sacapuntas que le resulta útil por sus concepciones reaccionarias, nada progres. Vienen luchando contra el PSOE de Sánchez y evocan al socialismo de etiqueta, pese a haber intervenido favorablemente en la Transición.
El expresidente dejó hace mucho la pana y la camisa de cuadros, y el exvicepresidente, aquel enamorado del teatro y de la poesía, maneja su lengua afilada para regocijo de la caverna mediática. Están en su derecho, si bien no parece que Ferraz deba rendirles pleitesía. Los dos «ejemplares» señores fuman ahora la pipa de la paz, y el primero presentará el libro de las memorias del segundo, La rosa y las espinas, el 20 de este mes. En la otra acera, el expresidente de la Generalitat, el socialista José Montilla, de 2006 a 2010, cuestiona esas voces en «auxilio del PP», buscador de tránsfugas de última hora que salven al líder de papel (mojado) Feijóo y su «encaje» al problema territorial de Cataluña, y colega íntimo de Vox, experto en censura cultural y otras ocurrencias.
Digan lo que digan, el independentismo no lo volverá a hacer. Ni podría. Entre todos es preciso resolver el entuerto con buena voluntad negociadora y la atención del árbitro constitucional, tal y como ha venido haciendo el Ejecutivo de coalición. No es una batalla a ver quién gana o pierde. Y no caigamos en un pueril y chirriante catastrofismo cada vez que alguien mueve pieza en el tablero progresista. ¡Sanseacabó!