En una de sus famosas frases, el Pantagruel de la literatura universal, el británico Chesterton, recordaba que la «familia es anterior a la ley», confirmando que el lazo de sangre, y aun el de creencia, es mucho más fuerte que el generado por la convención social. Está bien señalar esta obviedad ante el progreso de las libertades individuales y, en especial, el de los derechos asociados a la condición de género. Siempre he sido un firme defensor de la igualdad, y hoy no iba a ser menos, pero no sé si todos los que se confiesan abiertamente partidarios de un trato igualitario, con independencia o por encima del sexo de nacimiento, estarán conmigo en esta lucha. Según recoge la normativa vigente, ha de existir completa paridad en la representación institucional, y no solamente en la política, entre el hombre y la mujer. A esta proclama, se suma un movimiento, cada vez mayor en ciertos ámbitos, para que este compromiso, identificado con la misma igualdad como derecho fundamental, se haga extensivo a la sociedad civil, incluso al mundo de la empresa. Baste recordar que Nadia Calviño, la actual ministra de Economía y a la sazón Vicepresidenta del Gobierno en funciones, en su día se negó a la rutinaria foto de grupo con una selecta representación de las entidades financieras nacionales por ser ella la única mujer del conjunto.
Y, llegados a este punto, me permito airear unas cuantas preguntas, un tanto incómodas, lo reconozco, y, sin embargo, tan necesarias como el oxígeno que respiramos. La primera, de obligada referencia, es la más trivial, aunque, en el fondo, no deja de ser también la más importante. ¿Qué se entiende por paridad? Felizmente, la segunda termina por aclarar el alcance de la que antecede: ¿la paridad corre en una sola dirección, de la mujer al varón, o, por el contrario, es de vía bidireccional, como modestamente sostiene el que suscribe? Hay profesiones, tal vez situaciones laborales concretas, en las que la paridad sólo se lograría si al hombre se le aplicara idéntico criterio de ponderación al conquistado por la fémina en su lucha histórica, es decir, una discriminación positiva a la hora de acceder a determinados puestos de trabajo o incluso de representación en las instituciones públicas o privadas.
Ya me imagino la reacción de muchos, más de los que se piensa a primera vista, al leer lo anterior: todo es un problema del lenguaje sexista, una muestra más del machismo todavía latente en la sociedad. Pero, repregunto, ¿y lo de ahora? ¿Cómo diablos se llamaría? Porque ya existen, por ejemplo, matrones en los hospitales de España. ¡Y tanto qué les ha costado! No obstante, hay voces que se niegan reiteradamente, a veces sin un argumento convincente, a reconocer la presencia de prejuicios de género hacia el varón en según qué profesiones. En la mía, la docencia, la mujer supone el grupo mayoritario, llegando, en algunos claustros, a rebasar el 70% de la plantilla. ¿No habría que arbitrar medidas correctoras con el fin de recuperar la paridad entre los varones y las féminas, en tal caso? En el ámbito sanitario, en apenas unos años, las médicas llegarán a constituirse en mayoría casi absoluta entre los facultativos. ¿Qué hacer entonces? ¿Negamos la paridad o la sometemos a revisión? Supongo que gran parte de la familia del feminismo, como anticipara Chesterton, tirará por los lazos de creencia, convirtiéndose, si no lo es ya, en un descarado hembrismo, sin capacidad real de distinción con lo que en otro tiempo fue el machismo recalcitrante.
En fin, la paridad es un concepto envenenado, puesto que elimina o socava el verdadero talento, ajeno a sexos o componendas de género, en aras a la prevención de los prejuicios sexistas, primando, aunque no lo pretenda, la mediocridad en favor de una supuesta igualdad. En lo personal, si se me concede la confidencia, me siento más que orgulloso de verme rodeado de la inteligencia de unas compañeras de trabajo que están ahí, de la primera a la última, por sus propios méritos. Pero me temo que, en lo sucesivo, si algún varón desease adquirir el mismo estatus que ellas, quizás habría de agenciarse unas faldas, por aquello del criterio de compensación, esperando el premio de la discriminación en razón de género, porque, como ya sentenciara Billy Wilder, ningún hombre es perfecto.