La primera frase de Albert Camus que dejé escrita en mi primer cuaderno de adolescente la encontré en su libro primitivo, El revés y el derecho. Yo acababa de dejar atrás aquel periodo en que la infancia le iba poniendo nombre a las cosas, y a los sentimientos, y ya sentía de alguna manera que tenía que pensar en serio, porque la vida, por ejemplo, estrenaba muertes, e iba en serio, como dijera en su famoso poema Jaime Gil de Biedma.
Por aquel entonces murió mi abuelo, con quien compartía alegrías en la calle (era domador de burros) y también el aparato que a los dos nos aliviaba (o no) del asma. Pasaban cosas en la casa y en la calle, a la que yo iba solo cuando cesaban, o se aliviaban, los ataques que ponían en peligro mis pulmones.
El fútbol, al que ya era adicto, siendo el Barça mi equipo más querido, de modo que llegué a firmarme Juan Azul Grana en las redacciones del colegio, me llevó a la escritura y también a la lectura. Alternaba la crónica de fútbol, en la que empecé a los trece años, y en la que sigo a mis 74 años, para 75, con la lectura de filósofos como Miguel de Unamuno y de prosistas como Azorín o Pío Baroja.
Un día, muy pronto en aquella era de los descubrimientos, vino a mis manos aquel El revés y el derecho. Me hizo tanto bien, me reveló tantas cosas, me alivió tanto de mi propia percepción de las dificultades de ser pobre, que jamás he dejado de referirme a Camus y a ese libro como los que marcaron mi cambio de la adolescencia a cierta madurez. Esta venía, sin duda, de aquellas lecturas adultas que me hicieron hombre o, al menos, un hombre en marcha siendo aun un muchacho.
Entre las frases que subrayé en mi cuadernillo de registrar los descubrimientos de aquella adolescencia sobresaltada fue esta frase de Camus: «El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento». Es posible que entonces yo no supiera muy precisamente ni siquiera qué significaba la palabra resentimiento, pero ahí apareció diciéndome, en su contexto, que algo de eso me estaba pasando también a mi alrededor.
Los chicos del barrio, más robustos que yo, más saludables, tendían a burlarse de mis fallas, de asmático y de bajito, pero yo tendía a seguir viviendo con ellos los avatares del tiempo que nos iban haciendo menos niños y más adolescentes. Esa frase marcó, desde entonces, mi memoria de aquellos tiempos, la adopté para que me obligara a ejercitar cierta manera del perdón y de la obligación de tolerar. Hasta hoy mismo.
Por eso, esta noche del jueves, cuando tuve que hablar en el programa de comentario de la actualidad que dirige Javier Fortes en 24 Horas de TVE acerca del presente momento político de España, anoté en mi cuaderno y luego dije en antena esa frase del maestro argelino: «El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento».
Lo hice a propósito de algo que me ha perturbado mucho como ciudadano, como persona, como periodista, como si a aquel adolescente que fui lo que pasa lo llevara otra vez a huir de las consecuencias que tiene en los demás, en mi mismo, y en este caso en la clase política española, el efecto del resentimiento.
Es una palabra dura y picuda, como decía Ángel Ganivet, otro descubrimiento de aquellos años, de los vocablos que se escriben, se dicen, para herir a los otros. Vi los resquemores del resentimiento en las intervenciones sucesivas, llenas de sarcasmo y de autosuficiencia, de Felipe González y de Alfonso Guerra contra el presente y el porvenir de su partido. Centraron en Pedro Sánchez, a quienes despreciaron de palabra y gesto a lo largo de sus respectivos discursos, su diatriba política del momento, sin dejar resquicio alguno por la cual establecer alguna clase de comprensión, o de compasión, a su particularmente odiado compañero de partido…
Pusieron en el tablero amable, e histórico, del Ateneo de Madrid, tal cantidad de sarcasmos que pareciera que nunca estuvieran ellos mismos en la tesitura política de cambiar de opinión. Mi gran maestro, de la filosofía y de la vida, don Emilio Lledó, nos decía a los chicos que estudiábamos con él en la Universidad de La Laguna, donde nos enseñó a saber, y a decir, que dentro de todo sí hay un pequeño no, y que dentro de todo no hay un pequeño sí.
Dentro de los síes imperiosos de González y de Guerra no había un solo no, y viceversa: la afirmación contra su compañero de partido era implacable y ruidosa, y fue subrayada al día siguiente, ayer mismo, por lo que se sintió con ganas de decir Alfonso Guerra, cuando se burló de la vicepresidenta Yolanda Díaz a cuenta de la costumbre de ésta de usar la plancha o la peluquería.
Penoso todo rencor, y penosos estos rencores. Y luego, subido a ese rencor ajeno que la derecha ha hecho propio, por la tarde del mismo jueves escuché al líder de la oposición, que espera este domingo un baño de masas que lo aliente para triunfar en su difícil candidatura de la próxima semana. Dijo el señor Feijóo, leyendo ese párrafo, no improvisándolo, es decir, sabiendo lo que leía, de modo que no fue el azar lo que lo llevó a decirlo, sino la escritura misma, que es tan terminante, que su contrincante ha podido cometer fraude electoral.
Eso es muy grave, ya saben; lo faculta a él, a la prensa que lo quiere, a los compañeros que lo estimulan, para decirlo en sede parlamentaria y para usarlo en contra del adversario. Su argumento es que antes de ahora jamás ha dicho que iba a amnistiar a los catalanes de Waterloo y de Cataluña, y que por eso no merecería ser presidente de este país.
Es que además no lo ha dicho, por esa boca no ha salido la palabra amnistía, pero él la puso en la boca propia y en la ajena, y este domingo estará en todas las bocas que, además, aplaudirán al candidato que quiere ganar el trono sin haber dicho, todavía, por qué dijo que con Vox nada y ahora resulta que con Vox casi todo.
El sol que reinó sobre mi infancia me llevó a entender también algo que decía mi madre cuando me quería bajar los humos: “Una sencillez es muy bonita”. Y ahora alrededor veo resentimiento, no veo afecto, ni siquiera veo afecto patriótico, ni sencillez, sino ganas de que al otro se le ofrezca una piel de plátano para que se estrelle hasta la cabeza. Puro resentimiento, oscuridad total. El sol está marchito y volverá a salir cuando la política, como cantaba Horacio Guaraní, sea una canción.