La Provincia - Diario de Las Palmas

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Campechano

Sala de Curas

Mazuelos. ANDRES CRUZ

El sonido de un mensaje de watsapp rompió el respetuoso silencio de la basílica mientras el sacerdote, José María Cabrera, desarrollaba la homilía. El párroco de San Juan de Telde hizo un inciso para aclarar que esa campanilla no era un saludo del Señor.

Las risas de los feligreses que, como en cada oficio, llenaba el templo, se dejó sentir como una andanada de aire fresco, en medio de un mensaje profundo que encierra comprensión, humanidad, tolerancia y espiritualidad.

Así son las alocuciones del que hasta ayer era el párroco de una de las dos basílicas de Gran Canaria.

De esta forma, el párroco Cabrera se ha ganado durante 14 años el cariño, respeto y la autoridad moral y ética de cristianos, agnósticos e, incluso de ateos. Sus palabras han ido en perfecta sincronía con sus acciones, con una apertura de mente que ha ido calando en el sentir de las miles de almas que se han volcado en afianzar o hacer eclosionar eso que llaman fe.

José María Cabrera prosigue su trayectoria ahora en otros lares, pero consigo llevará siempre su perfil trascendente, comprometido con los más vulnerables y siendo la voz de los sin voz.

Una decisión del obispo Mazuelos (que solo el propio prelado entiende) lleva ahora a este clérigo a ejercer su particular comisión de servicios, dejando compuestos y sin novia a cientos de seguidores que aún confían en las bondades de la Iglesia y que tienen en Cabrera un faro que les guía por los escurridizos caminos de la vida.

Señor obispo, es patente su desconocimiento del ámbito que le ha tocado administrar en estas ínsulas (y las personas que lo conforman, para usted baratarias), ejerciendo el principio del yo, mí, me conmigo, y su poder omnímodo que usted mismo se ha atribuido por la gracia de Dios.

Se marcha un galeno del alma que abrió su consulta en la basílica de San Juan de Telde hace tres décadas. José María Cabrera es el gestor y autor de una sala de curas muy especial, rescatando muchas existencias de pacientes lastimados por dentro y por fuera, despejando dudas, perdonando tropiezos y dialogando desde la sinceridad y la humildad que le han granjeado la mejor imagen que un ser humano puede irradiar.

La virtud de nuestra especie es su imperfección. José Mazuelos lo corrobora con su decisión, fruto del consenso consigo mismo y denotando una profunda ignorancia de los perfiles, cualidades y debilidades de su propia plantilla que, con el tiempo y la descontextualización de los tiempos que vivimos, mengua a pasos agigantados.

Por suerte, hay seres que brillan con luz propia. Y ese es Pepe Cabrera, cura, agrimensor de las más variadas sensibilidades, que tiene el cielo ganado porque antes fue bendecido por los terráqueos que por aquí pululamos.

Vaya donde vaya, esté donde esté, aunque haya sido mandado a galeras, el padre José María Cabrera seguirá ejerciendo su ministerio con la absoluta dedicación hacia el prójimo. Ataviado con su bata de galeno, proseguirá al frente de su benefactora Sala de Curas.

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