Hace algunos días varios amables anónimos negaron en una red social calurosamente que un servidor fuera periodista. Luego se unió un gracioso, una variante zarrapastrosa de Bernard Shaw de twitter, para poner unas gotas de ruindad en la sentencia condenatoria. Yo, por supuesto, la acepté de inmediato. Primero, porque no puede marcharse contra la corriente epocal que nos arrastra, que consiste no en criticar a los demás, acertada o erróneamente, sino en anularlos. No es que fulano sea un profesor torpe y divagante, es que no es profesor. No es que sea un cocinero vulgar y repetitivo, no es un cocinero. No es que a usted redacte mal opiniones equivocadas que yo detesto o desprecio, a menudo sin entenderlas siquiera: es que usted no es periodista. Como los fulminadores se ocultan casi siempre tras una máscara no corren ese peligro, salvo que se pretenda replicarles «no es que usted no sea nadie, sino que es un gilipollas», o algo así.
Sin embargo en cualquier derogación de un periodista existe un átomo de verdad. El periodista casi siempre es un impostor. El canciller Bismarck ya dejó escrito – es una de mis reflexiones favoritas sobre el oficio—que el periodista es, invariablemente, una persona que se ha equivocado de profesión. Después de darle muchas vueltas he encontrado una definición del periodismo como vocación y profesión, pero no la encontré en los reportajes de García Márquez, ni en las crónicas de Josep Pla, ni en la Enciclopedia Británica, ni quiera en Los Simpson, sino en Seinfeld, la maravillosa comedia inventada por Larry David y Jerry Seinfeld y emitida entre 1989 y 1998.
Uno de los protagonistas de Seinfeld es George Costanza, uno de los personajes más repugnantes y míseros de la televisión universal. Costanza es ruin, mezquino, trapacero, acomplejado, farsante, gandul y extraordinariamente ignorante. Pero tiene algunas habilidades y conocimientos innegables. Entre estos últimos, se precia de conocer los mejores retretes con acceso más o menos públicos de Manhattan. En una conversación en la cafetería habitual del grupo de amigos, Costanza le cuenta a Kramer – un oligofrénico – que los mejores retretes – «es el cielo: mármol, grifería de plata, madera en las paredes, papel de primera calidad» – se encuentran en la planta octava de un edificio en la segunda avenida. «Creo que es una empresa de inversiones o algo así». Poco tiempo después a Kramer le sobreviene un apuro precisamente en la segunda avenida y entra corriendo al edificio. Sube sin dificultad a la octava planta y encuentra alivio en unos baños maravillosamente refinados. Costanza no lo engañaba. Al salir del baño, sin embargo, se equivoca, se pierde por un pasillo y encuentra a un individuo peleándose con una fotocopiadora. Kramer arregla la máquina con un golpe. El hombre lo abraza y le dice: «Perfecto. Pero vamos a toda leche a la sala de juntas. ¿A tí también te han convocado, no?». Kramer no sabe qué decir, pero termina sentado en una majestuosa sala de juntas y le ponen, como a los demás, la copia de un informe indescifrable delante. El que parece el jefe pronuncia un brillante discurso. Todos aplauden. Kramer lo hace también con sincero entusiasmo. No, no ha entendido nada.
A Kramer le caen estupendamente sus compañeros de trabajo. Son gente simpática, dinámica, ocurrente. Reina una verdadera camaradería. Al final de la jornada todos se van a tomar unas birras. Así que el oligofrénico se presenta al día siguiente en la empresa de inversiones bursálites. Y al otro. Y a la semana siguiente y al siguiente mes. Se ha comprado unas gafas y un maletín. Todos lo adoran. Un día, sin embargo, lo llama el jefe. «Lo que me ha mandado», le dice, atónito, «no tiene ni pies ni cabeza. Esto no tiene sentido, no le interesa a nadie. Voy a tener que despedirlo». Y Kramer responde épicamente: «Uuh, eso va a ser un problema, jefe…Porque no yo trabajo aquí».
El periodista no es Seinfeld, que tiene talento, ni Costanza, que no tiene escrúpulos. Es Kramer: un montón de entusiasmo inútil, un equívoco que podría durar toda la vida, el despiste como destino cuyo finiquito es tan modesto que pareciera que nunca trabajó ahí.