Algunos, los ilusos como yo misma, supongo, creímos al principio que la nueva Ley de Bienestar Animal era en realidad lo que anunciaba y que este país comenzaba, por fin, a concienciarse de que nuestros animales merecían un trato mejor que el que habían estado recibiendo históricamente en ruedos, encierros, fincas o granjas, por poner algún ejemplo. Ya basta de ser la vergüenza de Europa y el ejemplo del tercer mundo, proclamamos, aliviados, la mayoría de aquellos mismos ilusos. Ya estaba bien de aves decapitadas, toros con los pitones en llamas y galgos y podencos abandonados en pésimas condiciones al final de la temporada de caza. Pero la realidad nos golpeó con su mazo de la decepción al descubrir que la tan cacareada ley sólo afectaría a los animales de compañía, es decir, a las mascotas, y que quedaban excluidos de su supuesto amparo todos aquellos que trabajasen para nosotros, o sea, perros policía, pastores, guía, cazadores y así, con un demasiado largo etcétera. Por lo que se ve, estos animales a los que explotamos a cambio de una jaula en la que dormir y un cuenco medio lleno de pienso de gasolinera, en el mejor de los casos, no se merecen ningún tipo de bienestar. Es decir, el mundo al revés: a esos que reciben las heridas de bombas y balas por nosotros, que se despeñan por barrancos intransitables para cobrar la presa, o se desloman por empinadas laderas reuniendo al ganado durante doce horas diarias es a los que esa ley de supuesto bienestar no les garantiza un trato digno como que los alimentemos debidamente, les demos asistencia veterinaria o, ¿qué menos?, les procuremos refugio de las inclemencias del tiempo. El cariño es un añadido que, aunque imprescindible en realidad para cualquier ser sintiente, no se puede exigir en ninguna ley, lamentablemente.
No obstante, como el que no se consuela es porque no quiere y menos da una piedra, todos aquellos ilusos de los que hablaba nos agarramos al clavo ardiente de que en adelante nuestras mascotas podrían al menos hacer un uso responsable de playas y campos, acceder a determinado tipo de establecimientos o ahorrarse la asfixiante tortura de un bozal salvo que se demostrase que en realidad lo necesitara. Y así estábamos, confiando en que España sería por fin un país pet friendly como Francia o Inglaterra e invirtiendo nuestras energías en reivindicar que se dejase de maltratar a los toros en las plazas, a las orcas en lo espectáculos, a las cobayas en los laboratorios, a los delfines en las redes o los perros en las cacerías, cuando empiezan a esclarecerse algunos aspectos de esta nueva ley y descubrimos que, en realidad, a quien único beneficia es a todos aquellos que pueden lucrarse con su aplicación. Es decir, que es, como tantas otras, una ley meramente recaudatoria.
Porque resulta que, con la nueva ley, que entró parcialmente en vigor este pasado uno de octubre, no puedes sacar al perrito y aprovechar para comprarte la medicación en la farmacia porque te cascan una multa de quinientos eurazos si dejas al animalito atado en la puerta los diez minutos que tardas en hacer la gestión, ni puedes pasear sin bozal a tu presa canario, que es más bueno que la mayoría de las personas que conoces y que atiende perfectamente a tus órdenes. Con la nueva ley tienes que hacerle un seguro al perrito, expedirle un certificado de aptitud y entrenarlo como si fuera a competir en Agility. Y los perros que alguien en algún momento consideró potencialmente peligrosos lo siguen siendo sin que haga falta demostrarlo, porque la peligrosidad se les presupone a determinadas razas. No como la mayoría de la gente, que son todos primos hermanos de María Teresa de Calcuta o Ghandi.
En definitiva, que España sigue sin ser un país para perros, pero sí lo sigue siendo de ladrones e hipócritas cuyos dirigentes roban impunemente bajo el amparo de cualquier ley que tengan a bien sacarse de la manga para poder sacarnos los cuartos al resto.