Retiro lo escrito

Otro 12 de octubre

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Es tan hastiante, tan viciadamente estúpida la polémica anual sobre el 12 de octubre. Por mí como si trasladan la llamada fiesta nacional a los 29 de febrero. Pero la infinita variedad de las memeces derogatorias que se acumulan terminan provocando náuseas. La festividad del 12 de octubre es históricamente reciente, no un invento de la Santa Inquisición, como quizás podría deducirse de algunas de las guanajadas progresistas – solo comparable a las idioteces conservadoras – que circulan profusamente estos días. Lo cierto es que a finales de siglo XIX España no había instituido una jornada de celebración nacional. Ni Churruca, ni Agustina de Aragón, ni Espronceda, ni Espartero ni Isabel II celebraron jamás el 12 de octubre. La situación no era demasiado distinta en el resto de Europa, salvo en Francia, por supuesto, que para algo hace uno una revolución. El siglo XIX se desarrolló –en expresión que ha popularizado el profesor Álvarez Junco -- un proceso de nacionalización conmemorativa del pasado impulsado por el poder político que se dotaba así de instrumentos de cohesión simbólica y legitimación histórica. En España se celebraron hasta finales de la centuria numerosos centenarios: Isabel la Católica, Santa Teresa de Jesús, Calderón de la Barca, Murillo. Pero faltaba una conmemoración que pudiera celebrar todo el país reconociéndose –al menos mínimamente -- en ella. Una vieja nación ineficiente, que había conocido al fin la paz civil, prosperaba modestamente y se decía liberal decidió festejar el 12 de octubre de 1892 los 400 años del descubrimiento de América. Contra las necedades que se escuchan ahora, en casi todos los estados hispanoamericanos la celebración se asumió como una reconciliación con la antigua potencia colonizadora (“la madre patria”) al cabo de más de medio siglo de conseguida la independencia de las nuevas repúblicas. En el monasterio de La Rábida se celebró el IX Congreso de Americanistas, con la presencia de cerca de un centenar de historiadores españoles y americanos, presidido por Cánovas del Castillo, jefe de Gobierno e historiador aficionado él mismo. Entre el público asistente, emocionado, un joven nicaragüense de sangre indígena que escribía versos, Rubén Darío. Si el poeta hubiera leído las chorradas que ayer tuiteó Ione Belarra la hubiera mandado a freír espárragos.

Hasta casi veinte años más tarde, sin embargo, la fiesta no comenzó a celebrarse con toda plenitud y formalidad protocolaria; también se extendió como festividad a muchos países hispanoamericanos, el primero, Argentina. La dictadura franquista mantuvo la conmemoración: pasó a llamarse día de la Hispanidad, una aportación involuntaria de Ramiro de Maeztu al calendario del régimen. El franquismo, como es obvio, resignificó la fiesta inyectándole todo su idiotizante veneno ideológico: el nacionalcatolicismo, el imperialismo mesiánico, el desprecio a las sociedades criollas y a los pueblos indígenas, la mitificación de una conquista que solo quería salvar las almas de los infelices en taparrabos. Esa es el 12 de octubre que condenan los palizas cada año, cuando ese 12 octubre desapareció en 1976. Una ley de 1987 la transformó en fiesta nacional, sin mayores añadidos ni caracterizaciones. Lo que se celebra –si uno no entiende mal – es haber formado parte de una experiencia histórica compartida por muchos pueblos en dos continentes y que contribuyó a la transformación del orden mundial y a la apertura de procesos históricos y culturales novedosos, imparables y de una enorme energía creativa. En definitiva, todo lo que ha conducido a poder hablar con cerca de 500 millones de personas en el mismo idioma. Estaría bien que alguna vez los que parlotean ritualmente sobre genocidio, muerte y explotación descubrieran, por fin, que no hay ni un minuto en la Historia que pueda ser exonerado de dolor, crueldad e injusticia. Porque 1776, 1789, 1917 o 1949 fueron fechas precedidas y seguidas por mares de sangre y violencia inaudita. Para entenderlo es necesario abrirse a la maravillosa y jodida complejidad de lo real –histórica y humanamente – y eso sí que no, porque supone un torpedo a la línea de flotación del negocio político e ideológico de todas las belarras y belarros.

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