Isla martinica

El perro que ladra

Uno de los siete mastines que hay en la finca.

Uno de los siete mastines que hay en la finca. / ANTONIO HERNÁNDEZ

Siento como mío el dolor de la familia que ha perdido a una hija entre las fauces de una jauría de mastines en el alfoz de Zamora, cerca de un pueblo cuyo nombre, Roales del Pan, nos habla de otro tiempo, casi medieval. Al parecer, la víctima se aproximó al rebaño custodiado por la manada y la respuesta es la ya conocida. En fin, me hago cargo de la rabia y tristeza de los padres y allegados por varias razones. La primera es que uno, en su infancia castellana, fue también el destinatario de los ladridos de muchos canes que, inclusive, llegaban al extremo de lanzarse sobre el cuerpo de un servidor. Y, por aquello del qué pensarán, juro por estas que ni los miré y menos aún dirigí mis pasos hacia ellos. Fue un acto instintivo, puramente animal, de obediencia ciega a la fuerza de un impulso. Es tan simple como obvio. No obstante, esto me conduce a la segunda razón, ya de naturaleza intelectual.

A fuer de conceder derechos a las bestias, se ha abierto un extraño proceso de humanización de los animales que deriva, por contra, en la pérdida de los mismos entre las personas. Esto es lo que le ha sucedido a la difunta, quien ha tenido que sumar a su muerte el oprobio de la desconsideración moral. He leído con fruición las noticias sobre el particular y la nota común a todas ellas es que la responsabilidad del ataque, de manera sibilina, aunque en determinados medios se hace hasta con descaro, se traslada a la propia víctima, como en mis años de juventud, al sentir la fuerte dentellada de una culpa inesperada por ir simplemente a pasear al campo. El que alguien pudiera llegar a pensar que la chica ha sido la causante del asalto de la jauría es un insulto a la inteligencia y, en no menor medida, a nuestra condición humana. Además, el que así lo haga, creyéndose muy moderno en sus convicciones, no deja de ser otra víctima de los tiempos que corren, en los que a las personas se las animaliza y a los animales se les otorgan derechos que, ni por origen ni menos aún por volición, les son atribuibles.

La desgracia que se abate sobre la familia es de tal calibre que sólo el que la haya arrostrado con anterioridad sabe del dolor que se sufre. Pero, este dolor, intenso como pocos, viene acompañado de una segunda dolencia, nacida de la incomprensión y la ausencia de solidaridad. Los animalistas, ajenos a estas cuestiones morales, harán suya la lucha por la supervivencia de unos perros que ya han probado la sangre humana, despreciando con ello el hecho de que en sus propios cuerpos fluye el mismo líquido rojo que ignoran en la fallecida. Sigue siendo verdad, así pasen los siglos, que no hay peor animal que el bípedo parlante. Tanto hablar en favor de las bestias para terminar por traicionar la humanidad que alguna vez tuvieron.

Se llamaba Arancha. Allá donde esté, quizás recite estos sentidos versos de Vicente Huidobro: «Soy la voz que resuena en los cielos/ Que reniega y maldice/ y pide cuentas de por qué y para qué». Descanse en paz.

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