Un carrusel vacío

El deseo y la realidad

El deseo y la realidad

El deseo y la realidad

Marina Casado

Ya lo anunció Luis Cernuda: hay un abismo entre la realidad y el deseo. O, mejor dicho, al revés: entre el deseo y la realidad. El primero viste a la segunda con el manto evanescente de la idealización. ¡Qué peligroso es idealizar! Nos ocurre con las personas, pero también con los lugares. Me ha sucedido, últimamente, con la ciudad de Viena, donde García Lorca aseguraba que “hay un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha”. Para mí Viena era el “Pequeño vals vienés” –con la voz de Leonard Cohen o de Ana Belén–, el Concierto de Año Nuevo, los valses de Strauss… Me imaginaba, quizás, un lugar encantado de palacios y suelos de mármol por los que resbalar en pos de sucesivos amores platónicos, un vuelo de cisnes deshojándose al atardecer…

Pero Viena es otra ciudad europea más. Con unos cuantos palacios, desde luego, pero ni rastro de valses que “mojan su cola en el mar”, de “muertes para piano” o “bosques de palomas disecadas”. Una ciudad con tiendas de souvenirs, puestos de salchichas y restaurantes ideados para el turismo. Con cadenas de hamburguesas, tiendas de Zara y Mango, tráfico… Lo normal, vamos. ¿Qué esperaba? Tal vez, rincones inexpugnables, pequeños restaurantes familiares, escondites en los que sobrevivieran los ecos de esa vieja Europa que hoy solo podemos encontrar en la literatura. Y alguno existirá, no lo dudo, pero yo no pude hallarlo.

Me ocurrió también con París, la segunda vez que fui. No había cumplido veinte años y andaba, por entonces, enamorada de Verlaine y los poetas malditos franceses. Y París me pareció muy grande, muy turístico; una ciudad en la que, para cruzar la calle, casi es necesario coger un autobús. Aquella visita fue, sin duda, una cura de mi romanticismo trasnochado, una nueva confirmación de que he nacido tarde. Recuerdo una cita de Fitgerald en su obra A este lado del paraíso. Decía así: “Eran los jóvenes elegidos de un mundo salvaje y descastado, de un mundo que todavía se alimentaba de los sueños medio olvidados de poetas y estadistas muertos...”. Eso lo escribió en 1920, pero ahora ese mundo tampoco existe. ¿Quién se acuerda de los sueños de los poetas muertos? Hoy se escriben versos a Netflix. Y si queda alguna huella, resulta artificial. Un montaje para turistas y románticos trasnochados como yo.

Aquella novela de Fitgerald me fascinó, en su día. Hablaba de la juventud y de los sueños de juventud y de cómo todo arde en el momento más inesperado. De cómo dejamos, poco a poco, de ser jóvenes. De la ilusión del amor, que a menudo no es más que eso. Y entonces, cuando se traslada del plano imaginario al real, se convierte en una pequeña o gran decepción. Como viajar a Viena y no encontrar los valses. Yo también me hubiera enamorado de Amory Blaine, el protagonista: ese joven bellísimo y ambicioso que sueña con ser escritor, cuyo mundo se ve atravesado por la guerra. Un mundo superficial y hermoso, como el que construye ese otro gran personaje de Fitgerald: Gatsby. Tan vulnerable que se viene abajo al primer soplo de realidad. Fitgerald alimenta sus obras de mundos y amores imposibles, de esa distancia indescriptible entre la realidad y el deseo. Entre el deseo y la realidad. Gatsby levanta una vida fastuosa e impostada; la inventa por recuperar a su perdido amor: Daisy. Pero Daisy no es más que un sueño y Gatsby, realmente, un enamorado de la idea del amor o de su propia ambición.

Por otra parte, creo que si no idealizáramos (las personas, los lugares…), la realidad acabaría con nosotros. La vida sería gris y rutinaria, como un desierto, como una montaña yerma; sin luz, sin estrellas. Yo elijo seguir soñando, a pesar de los golpes. Mientras dure la ilusión, seremos los protagonistas de una novela de Fitgerald. Y la vida, una partitura por la que resbalar a golpes de piano; de “muertes de piano”, que diría Lorca. Cuando viajé a Londres, tenía las expectativas muy bajas y, de repente, divisé un tejado idéntico a aquel por el que bailaba Dick Van Dyke en Mary Poppins, y en la Catedral de San Pablo solo me faltó ver a la vendedora de migas de pan. Entonces, todo mereció la pena. Esos son los destellos que necesito para no abandonarme completamente a la realidad.

Después recuerdo que, según las últimas noticias, la película de Mary Poppins ha dejado de considerarse “para todos los públicos” en Reino Unido por “lenguaje discriminatorio”; concretamente, porque el Almirante Boom utiliza la palabra “hotentotes”, considerada un término despectivo de los colonos holandeses hacia una tribu africana. Y claro, los niños pueden traumatizarse. La realidad actual, a veces, llega a confundirse con ciencia ficción.

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