Opinión | Retiro lo escrito

Un cronista en las Cortes

Joaquín Aguirre Bellver.

Joaquín Aguirre Bellver.

Es discutible que exista periodismo en las dictaduras. Si no está garantizada la libertad de expresión, ¿cómo puede practicarse el periodismo? Para entender lo que era el periodismo durante el régimen franquista se puede y se debe consultar ese libro de Cándido, Un periodista en la dictadura, un prodigio de precisión y belleza de estilo, como todos los suyos, pero también una excepcional fuente de información histórica. «Los periodistas», dice el maestro Cándido, «éramos considerados verdaderos lacayos del régimen». Hablando de los años cuarenta, cincuenta y buena parte de los sesenta, Cándido explica que «la vida era angustiosa para quien no tenía otro instrumento que su propio trabajo… No era valorada como tal… Éramos una sección más del régimen. Estaban los sindicatos, estaba la sección femenina y la sección de los periodistas, hasta tal punto que el director general de Prensa, Juan Aparicio, intentó ponerle un uniforme a los periodistas… Y lo hubiéramos aceptado: nos hubiéramos puesto el uniforme y habríamos desfilado con cornetines y tambores».

Durante el franquismo en el farallón que se presentaba como periodismo a la orilla de todas las mentiras, había de todo: propaganda ajoarriera, legitimación intelectual, burócratas del Movimiento, peloterismo infecto, desinformación, silencios, crucigramas y también –en los intersticios de la roca dictatorial– periodismo. El periodismo sobrevivía, a menudo disfrazado de cualquier cosa, a una dictadura militar que inicialmente tuvo vocación totalitaria. El mismo Cándido encontró en los cincuenta uno de los poquísimos lugares donde se toleraba –hasta cierto punto– la crítica de la gestión pública: la crónica municipal. Periódicos y revistas –un puñado de directores y periodistas entre 1936 y 1966– hicieron lo que pudieron, y lo que pudieron hacer les costó a menudo disgustos, detenciones, bofetadas, multas, inhabilitación profesional. Luego llegó la ley Fraga –la suspensión de la censura previa– y todo se aceleró.

De lo que quería escribir era sobre un libro que encontró un amigo en el rastro de Santa Cruz de Tenerife por dos euros y me regaló generosamente. Un libro titulado Por los pasillos de las Cortes y escrito por Joaquín Aguirre Bellver, de quien nadie se recuerda. Es pasmoso: se trata de un conjunto de crónicas parlamentarias reunidas en 1972. Joaquín Aguirre fue el primer y creo que el único cronista de las Cortes franquistas. La crónica parlamentaria es un género literario de gran tradición en España: Azorín, Fernández Flórez, Pla escribieron páginas magníficas antes de la Guerra Civil, y sin duda inspiraron a Aguirre Bellver en el diario Pueblo, bajo la protección de Emilio Romero. Es sorprendente contrastar la libertad con la que escribía Fernández Flórez –para los delicados diputados canarios hoy sería casi un terrorista– y las estrecheces que padece Joaquín Aguirre. Su crítica, cuando aparece, es más bien abstracta, cuidadosamente abstracta; la información que facilitan los procuradores es escasa pero indiscutible; las disidencias en la Cámara tienden a lo insignificante, aunque no siempre lo sean; no se registra ninguna declaración literal fuera de los discursos, aunque se admite que se practica el off de record. Franco es una figura lejana, una especie de dios tutelar que deja creer a sus criaturas –sus ministros y sus procuradores– que disfrutan de libre albedrío. Existen diferencias, como existen conspiraciones, pero son las propias que se dirimen entre auténticos caballeros.

Confieso que soy incapaz de no sentir una viva simpatía por Joaquín Aguirre quien, desde luego, era un convencido franquista. Pero fue un excelente periodista que hizo cuanto pudo, exprimiendo los límites del control informativo de su tiempo, y dejó un testimonio modesto, pero cargado de vida e interés. De pocos profesionales de ayer y hoy se puede decir lo mismo.

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