Opinión | Hoja de calendario

Antonio Papell

Política valleinclanesca

Vicente Guilarte, presidente suplente del CGPJ.

Vicente Guilarte, presidente suplente del CGPJ. / EPC

No hay ningún elemento subjetivo en la afirmación rotunda de que nunca en toda la etapa democrática, que dura ya más de cuatro décadas, habíamos vivido un periodo tan inestable e inquietante como el actual, que arrancó a raíz de la gran crisis económica y financiera 2008-2014, asomó la cabeza con un radical cambio del modelo de representación en las elecciones generales de 2015, se agravó con la crisis catalana que culminó en el 1-O en 2017, se acentuó con la moción de censura contra Rajoy de 2018 que no fue digerida por el Partido Popular, se enmarañó con la gestión de la gran pandemia y alcanzó las más altas cotas de tensión tras las elecciones generales de 2023, en las que la ciudadanía viró sensiblemente con relación a las autonómicas y municipales de mayo para tratar de impedir que se formase un gobierno PP-Vox, que hubiese sido inapelable de haber dado los números después de ver cómo el PP se entregaba a la extrema derecha en comunidades autónomas y ayuntamientos. La formación de un gobierno de concentración alternativo para impedir que los ultras contaminasen el país y nos recondujeran a odiosos parajes neofranquistas no ha sido aceptada por la derecha, que cree que es ilegítima esta respuesta de emergencia, a la que los demócratas nos hemos asido con la esperanza de que de este modo podamos salvar las libertades esenciales.

La derecha, que ha tocado el poder con la punta de los dedos sin alcanzarlo, actúa como si se le hubiera hurtado la hegemonía que le corresponde por derecho divino y violentará si es preciso la Constitución para recuperar lo que considera suyo. De hecho, lo está haciendo desde hace más de cinco años al negarse a pactar la renovación del Consejo General del Poder Judicial, con el argumento de que los jueces han de elegir a los jueces en el CGPJ… Lo que haría del Consejo un órgano perpetuamente conservador porque ese es el signo de la mayoría judicial en España.

Las crisis políticas que se dilatan y se enquistan terminan convirtiéndose en esperpentos, y en eso estamos, en la representación diaria de un espectáculo de guiñoles que fluye entre gritos estridentes, disfraces inverosímiles y mentiras mal adobadas que hieden a distancia. En este marco, que también ha generado deformidades inevitables en un sector del sistema mediático, no es difícil detectar una profunda decepción colectiva.    Por fortuna, la socioeconomía del país parece avanzar espontáneamente en la dirección adecuada, pero es inquietante ver que toda la clase política que debería ocuparse monotemáticamente de mantener el rumbo y de intensificar el bienestar general está en otras cosas, dando un espectáculo valleinclanesco.

De momento, la gente reprime sordamente la indignación pero de seguir así las cosas no tendrá alguna vez más remedio que dar rienda suelta a una rabia contenida que podría volverse crónica y acabar interrumpiendo de un modo u otro ese camino apacible hacia la prosperidad y el bienestar que creíamos definitivamente trazado con la Constitución. La primera de nuestra historia que responde plenamente a su tiempo y que reconoce y defiende todo el catálogo avanzado de derechos sociales y políticos que forman el acervo valioso de la verdadera libertad.

No creo en absoluto que en esta pantomima sean todos iguales. La derecha de hoy mantiene ciertos rasgos de la de Fernando VII. Pero el gran escenario español muestra una extensa y profunda desorientación. Está todo tan oscuro que se viene a la mente la conocida anécdota de Mark Twain: «Una vez mandé a una docena de amigos un telegrama: ‘Huye de la ciudad inmediatamente. Se ha descubierto todo’. Todos huyeron».