Opinión | Isla martinica

La nariz

La nariz.

La nariz. / La Provincia

Han sido innumerables los escritores que han lanzado efusivos mensajes de elogio y reconocimiento a la nariz. Baste recordar, sin ánimo de ser exhaustivos, a Quevedo, Nietzsche o Laurence Stern. Este último, un personaje peculiar donde los haya, es el responsable de una de las frases más ingeniosas al respecto. Convino en que «la calidad de la nariz se encuentra en proporción directa a la imaginación de su poseedor». Uno, que no es precisamente el dueño del apéndice al que hace alusión el famoso poema del renco don Francisco, sí que empleará el suyo, mucho más modesto, en sentir el aroma que desprende cierto garito que recientemente ha abierto las puertas al público en el barrio de Lavapiés en la capital madrileña. Así que, si la Providencia lo quiere y el tiempo acompaña, brindaré por la libertad -qué si no- en la Taberna Garibaldi.

No sé qué pensaría Tristram Shandy acerca de mi imaginación, pero ya les digo yo que sobre las napias no habría discusión. Quiero decir que, nada más traspasar el umbral del sagrado local del señor Iglesias, antiguamente conocido como «El Coletas», pondré en acción la glándula pituitaria con el fin de deponer a la vuelta la experiencia obtenida en uno de los antros de eso que se define como «revolución social». Por favor, que no quepa duda sobre el particular, puesto que me he informado de la localización, de su oferta gastronómica y, cómo no, del dicharachero cartel con el que se anuncia el establecimiento, aunque, la verdad sea dicha, lo que realmente me fascina es la carta con la que se pretende, a una misma vez, llamar la atención del posible cliente y complacer sus ansias guerrilleras. De todo esto les daré buena cuenta en su momento.

Por ahora, y para abrir boca, paso a describir las experiencias ganadas en los tugurios revolucionarios a los que he tenido el privilegio de entrar. A algunos les encanta ir de restaurante en restaurante, degustando los platos del menú del día, pero a mí lo que me priva es visitar de incógnito las catedrales del progresismo allí donde estén. Siendo franco, no tengo mayor dificultad en acceder a este tipo de lupanares ideológicos: me valgo del físico, mitad escandinavo mitad germánico, con el que me bendijeron mis padres para, con todo el disimulo del que uno es capaz, hacerme el sueco y poner el pie en los santuarios de la izquierda radical repartidos por el mundo. Una vez dentro, es una delicia contemplar cómo el revolucionario de pacotilla enarbola unos ideales tan rancios como la foto del Che que suele colgar de los muros del local. Y ahí, justo ahí, es donde la nariz toma el relevo de la vista y el oído. El olor a podredumbre entre las consignas de los habituales llega a ser nauseabundo, tanto que me encuentro en un brete: si hablo, se acabó el disfraz de guiri despistado y me delato ante la parroquia. En consecuencia, mantengo un prudente silencio hasta que el hedor ideológico me indica la puerta de salida. Con este simple ardid, aunque no se crea, he logrado llegar al corazón mismo de muchos refugios de la revolución social. En Lisboa, hace poco en Praga, en Münich, en la lluviosa Bergen (Noruega), en el lejano Sidney (Australia) o en el Covern Garden de Londres y hasta incluso en el Dublin de Joyce, pero me faltaba la Taberna Garibaldi. Ojalá no contraiga un traicionero constipado en esta Semana Santa, porque la aventura se iría al traste, ya que necesito de la herramienta más eficaz que existe para detectar al hipócrita progre, la nariz. Ya les contaré.