Opinión | Observatorio

Defender una democracia contra la democracia

Defender una democracia contra la democracia

Defender una democracia contra la democracia / La Provincia

Defender la democracia contra la democracia es conducta cuanto menos contradictoria, pero propia de quienes, en realidad, no creen en este sistema o lo subordinan a voluntades poco coherentes con el mismo.

La libertad de expresión, que incluye las de información y opinión, se encuentra regulada y prevista en nuestro ordenamiento jurídico de forma que, con las limitaciones propias de toda materia jurídica, encuentra una protección equilibrada entre los derechos individuales y los colectivos de una sociedad que debe ser informada con arreglo a la pluralidad propia del sistema. Esta libertad es garantía de los ciudadanos frente al poder y base del modelo político, muy sensible a cualquier restricción aunque aparezca disimulada con aspiraciones de apariencia legítima.

La censura, previa, posterior o la autocensura no tienen cabida en un modelo democrático pleno que, en los casos de excesos halla medios y remedios suficientes, penales y civiles, para la satisfacción del posible afectado por los excesos cometidos por quienes invadan su honor. No cabe a priori ningún tipo de control sobre la información y menos uno que se base en la cualificación de la información como verdadera o falsa. Esa cualidad de la noticia no puede en modo alguno ser valorada por institución alguna, cualquiera que sea su naturaleza. Atribuirla a alguien supone entregarle el poder de decidir sobre lo que es verdad, falso o verdad a medias, lo que implica no sólo una censura en toda su extensión, sino el entendimiento de que el Estado puede, contra la libertad individual, determinar verdades oficiales y generales, lo que se traduce en autoritarismo o autocracia y en una invasión del espacio que compete a la ley y a los tribunales. Sea el Gobierno, o lo sea el Parlamento, determinar verdades o falsedades por políticos sometidos a sus partidos e intereses, es ceder a estos últimos el derecho fundamental a la expresión.

Se vistan como se quiera las propuestas del Gobierno, estas no con compatibles con el modelo democrático que nos rige y tienen el fin concreto de limitar las libertades de expresión y las que derivan de esta última. Y mucho más cuando se proponen en un momento en el que los hechos acucian a quien las anuncia. No seré yo quien entre a valorar la culpabilidad o inocencia de la esposa del presidente. Un jurista que lo sea es reacio a hacerlo sobre la exclusiva base de informaciones periodísticas, siempre limitadas por el espacio e insuficientes para analizar el caso en profundidad. Pero sí me preocupa el ambiente creado a su alrededor en el que aparece con toda su plenitud la fe que adorna la confrontación irracional propia de la estupidez como diría Cipolla, una estupidez que caracteriza a un sistema, el democrático, que permite que tantos de los que gozan de este defecto lleguen a altas cimas aupados por los mismos que no dudan en causar mal a los otros aunque se perjudiquen a ellos mismos. Los hay que ven mentiras e inocencias movidos solo por su fe, aunque son los que se erigen en poseedores de la razón, en ambos lados, y pontifican con deleite sobre lo que ignoran únicamente por su adhesión inquebrantable a la virtud de la fe que denuestan si no es la suya, considerando herejes a los que no la profesan. Como en la Edad Media hacía la Iglesia. Qué poco cambian las cosas aunque se ejerciten por los opuestos.

También los hay que creen que todo comenzó en el franquismo, que niegan orígenes autocráticos en la excesivamente halagada Segunda República, cuyo conocimiento desapasionado lleva sin remedio a considerarla no tan democrática y no imitable con el fervor con el que se quiere hacer. Y es que la Segunda República consagró leyes represivas contra la prensa extremadamente duras y en el periodo republicano socialista (1931-1933). Leyes que este PSOE de alguna forma recupera pues forman parte de su pasado redivivo en estos tiempos de oscuridad o desasosiego. La Ley de Defensa de la República sancionaba actos y opiniones que la pusieran en riesgo o, simplemente, que optaran por la Monarquía. Y la Ley de Orden Público de julio de 1933, para el estado de prevención, establecía una rígida censura. Un estado de prevención, similar al de excepción de hoy, pero con una gran diferencia. En el denostado régimen del 78 solo se han acordado dos estados de excepción y uno de ellos, por la pandemia, se declaró inconstitucional. En la República se decretaron veintiuno (21) en cinco años o, lo que es lo mismo, la mayor parte del tiempo de dicho régimen se pasó en estado de prevención con la libertad de expresión limitada y con la censura previa vigente. Sin duda alguna el franquismo, que era una dictadura –lo que no parece necesario repetir todos los días por su evidencia-, lo mantuvo en todo momento, pero no debe olvidarse lo anterior para no incurrir en verdades a medias y, sobre todo, para comprender las querencias de esta moderna izquierda hacia lo que entiende como defensa de la democracia: con medidas no democráticas.

Todo lo propuesto, bajo eufemismos, es una reiteración de lo ya sabido y con la pretensión de controlar a quienes no se someten a los dictados de la mayoría, sea ésta ahora u otra en el futuro, lo que olvidan los legisladores que se creen eternos. Y la prensa, que no pasa uno de sus mejores momentos, no se rebela en su conjunto contra lo que es preludio de un sistema cuyos efectos serán los ya conocidos, pues lo mismo produce siempre idénticas consecuencias.

El pluralismo no puede sujetarse a verdades o mentiras. Cada cual tiene las suyas y su interpretación. Y los excesos se corrigen por los tribunales. Lo que sucede es que la mayoría de los partidos del conglomerado gubernamental no creen en el Poder Judicial independiente. Seguramente prefieren los modelos autoritarios del pasado y presente foráneos. No verlo es arriesgar el futuro.

Tracking Pixel Contents