Opinión | Un carrusel vacío

Clint Eastwood

Clint Eastwood

Clint Eastwood / La Provincia

Fui una niña tímida, pacífica, solitaria. Me pasaba las horas leyendo, dibujando, escribiendo cuentos. En el colegio, siempre me ponía de parte de los más vulnerables y, quizá por eso, ellos eran quienes realmente me apreciaban. Nunca me gustó la gente demasiado segura de sí misma: la gente que no duda, que no tiembla, que afirma no equivocarse, que no perdona. Los que se creen por encima de los demás y, desde ese trono autoimpuesto, enfrentan el mundo con agresividad y prepotencia. Sus opiniones son veredictos.

En el instituto, se reían de mí y me ponían motes. Fui la empollona, la rara, la marginada. Ahora, lo habrían llamado «acoso» y, probablemente, habrían abierto uno de esos expedientes que, actualmente, son relativamente frecuentes. Porque existe mucha concienciación social con un problema que antes pasaba más desapercibido y que, en los casos más extremos, puede desembocar incluso en el suicidio de la víctima. En la mayoría de los casos, esta simplemente se siente sola, rechazada o diferente, como me ocurrió a mí.

Mis padres hablaron con mis tutores del instituto para pedirles que me ayudaran y estuviesen atentos a las actitudes que determinados compañeros tenían conmigo. Una mañana, cuando me acercó en coche al instituto, mi padre me acompañó a la puerta y habló con los compañeros que se burlaban de mí. Les dijo que dejaran de hacerlo, porque él iba a estar atento y me acompañaría todos los días. Desde entonces, los acosadores lo apodaron «Clint Eastwood», pero fueron mucho más prudentes y menos descarados conmigo.

Sin embargo, esas situaciones nunca se terminan de superar: se te quedan grabadas en el alma y afloran a veces en la edad adulta. Cuando surge un conflicto con otra persona, yo, en vez de enfadarme desde el principio, tiendo a culparme a mí misma, a pensar que hay algo malo en mí, que ese rechazo que sufrí de niña y que solo había permanecido latente tenía una razón que vuelve a brotar ahora. Que no merezco la comprensión de los demás. Y, de nuevo, estoy adoptando el papel de víctima. Esta vez, sin un padre que pueda defenderme.

Cuando estaba en sexto de Primaria, tenía una compañera marroquí llamada Laila. Llegó sin conocer apenas el idioma y casi nadie se acercaba a ella. Yo intenté hacerme su amiga y ayudarla. Un día, otra compañera muy popular, Rebeca, empezó a insultar a Laila porque, según ella, «olía mal». Usó palabras despectivas relacionadas con su nacionalidad. Recuerdo que yo me enfrenté a la abusona y le exigí que dejara en paz a Laila. Ella me pegó y, desde ese momento, me rechazaron las «populares»; pero no me arrepiento de haber defendido a mi amiga. De haber sido su «Clint Eastwood» en ese momento. Aunque no llevara poncho ni pistola.

Defender a una persona que está sola no es una elección fácil: resulta mucho más cómodo seguir a la masa; ponerse de parte de aquellos que llevan la voz cantante, que están seguros de su poder y no temen imponer su criterio, su juicio, para ejercer el escarnio público. A menudo, da miedo. Todos recordamos al pueblo con antorchas, clamando contra el monstruo de Frankenstein; o Gastón pidiendo la cabeza de la Bestia. En el colegio, un niño se sentirá más cómodo a la hora de ser agresivo si esa agresividad es respaldada por el resto del grupo. Respaldar esa conducta también es guardar silencio.

Desde que trabajo como profesora, intento entender a mis alumnos y acercarme a los más solitarios o introvertidos. Prefiero que no vivan con miedo antes que convertirlos en especialistas en morfología. En muchos casos es complicado detectar conductas de acoso, porque van asociadas al bochorno o la vergüenza de la víctima. Pero debemos intentarlo.

Al final, la solución para casi todo se encuentra en la tolerancia, la comprensión y el diálogo, y esta afirmación es válida también para la edad adulta. Evitaríamos muchos conflictos si no juzgáramos con ligereza las vidas ajenas; si nos esforzáramos por escuchar, comprender o perdonar, porque, como dijo Luis Cernuda, «tan difícil es hallar un ser medianamente bueno como un ser medianamente malo». Nos pasamos la vida fluctuando entre las malas y las buenas acciones; equivocándonos una y otra vez o acertando. Jamás he congeniado con la gente cuya existencia se basa en una absoluta seguridad en sí mismos, en quienes hacen gala de una moral férrea que no acepta dudas ni baches. Porque esas personas son las que no dudarán en juzgar, sentenciar y condenar.

Todos, incluso los adultos funcionales –hombres y mujeres–, necesitamos a veces un Clint Eastwood que nos guiñe un ojo y nos defienda ante la adversidad. n

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