Opinión | Observatorio
Feliz Navidad

Feliz Navidad / La Provincia
Próximas las fiestas navideñas comenzaremos de nuevo a entrar en el debate que promueve las «novedades» de la ideología imperante que, bajo la cobertura de la laicidad, entrañan un laicismo agresivo y beligerante. Un anticlericalismo trasnochado, ahora vinculado a una inclusividad que en realidad es excluyente de una parte de la sociedad.
Nos enfrentaremos de nuevo con el ánimo de erradicar la palabra «Navidad» y su sustitución por la ancestral del «solsticio de invierno», hecho que marca, es cierto, la Navidad en estas fechas, por significar renacimiento, comienzo, pero que pretende sustituir una tradición occidental por un término primitivo. Claro que históricamente la Navidad se asentó en viejas costumbres paganas marcadas por acontecimientos naturales, pero eso no significa, ni puede significar, dos milenios más tarde, que tengamos que regresar a la vieja y meramente astrológica celebración. Eso no es laicismo, ni separación Iglesia Estado como desean los católicos, es otra cosa que no contribuye a la convivencia.
Tiene poco éxito la pretensión, pero llama la atención recibir mensajes de tan escasa raigambre en nuestra sociedad. Sustituir el belén por cantos al sol naciente, es poco atractivo. Cantar a la luz del amanecer a los rayos del astro rey, ayuda poco al cambio propuesto. Retroceder siglos o milenios por el mero afán de arrumbar con tradiciones por el solo hecho de tener un trasfondo religioso, es un empeño poco gratificante, máxime cuando muchos de los entusiastas se recrean y participan en festejos de sus pueblos marcados por fechas vinculadas a temas religiosos. Así somos y no debemos renegar de ello. Curiosa confusión o discrecionalidad de quienes viven instalados en una lucha revolucionaria que confunde fe y tradición, términos que conviven en nuestra sociedad sin molestarse mutuamente y enriqueciendo nuestro acervo cultural y humano. O no deberían hacerlo si algunos no tuvieran la obsesión de arrumbar con la fe y creencias de quienes se consideran, porque les da la gana, católicos. Dejen en paz a quienes creen. Y respeten, si no creen, las tradiciones culturales de una civilización, la judeocristiana, que ha marcado la occidental en la que vivimos. El respeto es poder vivir en paz los diferentes. Y a nadie he oído criticar a quien quiera vivir estas fiestas, de raíz religiosa, como quiera. Esa es la diferencia.
Hay «belenes», en este espacio absurdo, que causan perplejidad o árboles que más parecen una competición en pugna por la fealdad, mientras a la vez, estos laicistas un tanto exagerados empeñan sus esfuerzos en prohibir su instalación en lugares públicos. Daña a su extrema sensibilidad ver un «belén», un nacimiento, que provoca un daño inimaginable en personas que tanto sufren ante las creencias ajenas que escapan de sus verdades absolutas, por supuesto respetables.
Por no hablar de los desfiles de «Reinas magas», inclusividad que no deja de ser llamativa por apartarse de lo que no pudo ser, en caso de ser cierto lo de los Reyes Magos, por simples razones de que cada tiempo fue lo que fue y que cambiar la historia es un imposible metafísico, especialmente para quienes predican la racionalidad y la objetividad. Ese intento de reconstruir la historia en todo y conforme a una verdad oficial está en la base de muchos disparates del presente. La damnatio memoriae funesta que prima sobre la convivencia respetuosa.
La apariencia de ser llega al extremo en este país en el que el ministro de cultura, Urtasun, no acudió a la inauguración de Notre Dame por ser ésta un acto religioso, mientras allí fueron personajes de todo el mundo y religiones. Algo similar a lo sucedido la semana pasada en Valencia donde no fue Sánchez al funeral religioso por las víctimas de Valencia. Recuerdo aún cuando Zapatero asistió al día de acción de gracias con Obama. Así son las cosas.
Vendrá en poco la Semana Santa y volveremos a encontrarnos con el aburrimiento que provocan sus detractores, exigiendo el fin de los desfiles procesionales y la exhibición de una Semana Santa paralela caracterizada por su fealdad y, pudiera ser, imbuida de un ánimo de insultar innecesario. Incapaces, parece, de entender la belleza, sus alternativas de futuro no podrán en caso alguno triunfar en una sociedad, la española, con tendencia a la admiración de lo hermoso. Pero debemos respetar también los cánones de belleza ajenos. Allá cada cual con los suyos.
La Navidad es una celebración que data de siglos, repleta de elementos que llaman a la paz, a la concordia, a la familia, a la amistad. Es incompatible con sentimientos cargados de desprecio, los que informan proposiciones que atacan innecesariamente a quien piensa y cree en algo distinto. Debemos esforzarnos en ser libres, opinar sin miedo, no sentirnos amenazados por ser clasificados en calificativos primarios.
La Navidad, para algunos, es rememoración de recuerdos de los seres queridos que se fueron; para los más mayores y que procedemos de gente humilde, del lujo del polvorón una vez año, de una cena especial que hoy es ordinaria, de unos villancicos cantados por todos y repetidos, año tras año por nuestros padres, ya idos, de misas del Gallo repletas de cantos y concordia. Respeten eso y no nos dejen huérfanos de pasado. Mal está que la Navidad ya sea una época de consumismo, propio de estos tiempos en los que, contra Séneca, priva más el suelo que el cielo. Pero déjennos vivir ese cielo infantil del niño que nace. A lo mejor en ese niño volvemos a renacer aunque sea un día cada doce meses. Feliz Navidad a todos. n
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