Opinión | Editorial

Responsabilidad y competitividad universitaria

El catedrático Lluis Serra Majem.

El catedrático Lluis Serra Majem. / José Carlos Guerra

La universidad pública española está inmersa en la tormenta perfecta: por un lado, un estado económico complicado, y por otro, una descollante competencia privada. Sobre ambas circunstancias sobrevuela el debate ideológico entre la enseñanza superior como una prioridad del estado del bienestar y, en un segundo estadio, un modelo de gestión donde los alumnos realicen un mayor desembolso, una medida a la que acompañaría la propuesta de más presencia inversora de empresas, corporaciones o fundaciones. Este panorama de perturbaciones tiene su espejo más diáfano en Madrid, donde la Complutense pasa por su peor momento de recortes en un contexto de crecimiento y fomento de la implantación de los centros privados.

La Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, que acaba de reelegir a Lluís Serra Majem como rector, no está al margen de lo que se vislumbra como un cambio de ciclo, ya sea desde el estímulo hacia un nuevo modelo más mercantilista, como desde los que se resisten a que sea puesto en cuestión el catálogo de subvenciones para un acceso interclasista.

En Canarias, los sucesivos gobiernos han mantenido a lo largo del tiempo los contratos programas con las universidades canarias, unas inversiones presupuestarias donde no se ha tenido en cuenta la juventud del centro de Gran Canaria frente a La Laguna. Un reparto que se ha preferido soslayar para no echar combustible al pleito insular. Serra Majem, por tanto, tiene ante sí el reto inaplazable de exigir y obtener una financiación pública acorde con el estadio inflacionista alcanzado tras la pandemia y la invasión de Ucrania.

Sin embargo, esa tarea no le exime de trabajar para lograr el mejor aprovechamiento y racionalización de medios, así como la debida productividad del personal docente universitario, aparte de intentar quebrar la histórica queja contra el mal general de la endogamia. La demanda del incremento de ayuda para la enseñanza superior no sería creíble si la gestión no pone el foco sobre los alumnos repetidores o absentistas, sobre los que debe caer todo el peso de la penalización sobre sus matrículas. En este sentido, no cabe la benevolencia ni tampoco la permisividad con la picaresca, sobre todo cuando está en juego el capítulo de los ingresos.

Los desequilibrios en el balance económico resultan perjudiciales, por no decir nefastos, para el objetivo primordial de la universidad: elevar el conocimiento. Los rectores españoles y sus gabinetes no pueden atender este principio a la vez que buscan recursos para hacer frente a la factura de la luz, al arreglo del aire acondicionado o al pago de la Seguridad Social de alumnos en prácticas. Incidencias de este tipo están al orden del día en las universidades, con la consiguiente usurpación de energía para la vitalidad investigadora o la misma calidad de la enseñanza.

Las universidades privadas viven un momento dorado en Canarias. A ninguna familia, siempre que sus recursos económicos se lo permitan, se le puede impedir la elección de esta opción, obligada a someterse a unos filtros para que su oferta sea aceptada o no. Asimismo, por el interés de la misma y por los que confían en la propuesta educativa que defienden, nada más eficiente que el cotejo de sus éxitos por auditorias con todas las garantías. La estabilización de un sector privado no puede ir en menoscabo del mandato constitucional que salvaguarda la responsabilidad de los poderes públicos en la educación de los españoles.

Dicho lo anterior, esta transformación no puede ser la sustancia para la herida del victimismo. La universidad pública tiene que reconocer que sus planes de estudios, grados y másteres no son tan competitivos en ocasiones como los de la privada, especialmente por su desconexión con los nichos de oportunidades laborales.

La situación actual procura una gran ocasión para repensar cómo vincular los estudios con las necesidades del mercado, especialmente en el archipiélago canario dada su tasa de paro juvenil. Bastante de la ebullición que viven las titulaciones de las universidades privadas tiene que ver con su agilidad y flexibilidad para sincronizar con la realidad social y económica. En este escenario, muchos alumnos, a la búsqueda de un horizonte laboral efectivo, no dudan en acogerse al endeudamiento para no perder la oportunidad de entrar más adelante en la rueda del trabajo.

La adopción de una nueva perspectiva, accionar el interruptor del cambio, no es nada fácil. Los desajustes económicos, los tira y afloja presupuestarios, minan cualquier ímpetu renovador. Pero nada de ello justifica, en modo alguno, la ausencia de la universidad en las preocupaciones urgentísimas que requieren los atrasos que padecen las Islas. El utilitarismo en el foco laboral tampoco puede ser motivo para anular otro compromiso de altura: extender el espíritu crítico, humanístico, en una era donde la verdad científica está asediada por la mentira y el bulo.

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