Opinión | RETIRO LO ESCRITO
Mi amigo el Gordo
Chesterton me ha acompañado siempre y su principal lección no ha sido política, ni religiosa, ni artística, sino moral, existencial
Este 2024 que expira se han cumplido los 150 años del nacimiento de Gilbert K. Chesterton, efemérides que se ha celebrado con infinidad de congresos, simposios, ciclos de conferencias y cursos monográficos en todos los continentes y en una veintena de idiomas. Desde hace más de cuarenta años mi amigo el Gordo – Chesterton sobrepasaba el 1.90 y llegó a pesar 140 kilos – me ha acompañado siempre y su principal lección no ha sido política, ni religiosa, ni artística, sino moral, existencial, y consiste en el asombroso júbilo que merece vivir, solo vivir. Vivir no es un castigo lastrado por la tristeza y el resentimiento, sino un premio portentoso, y la vida, una aventura que ningún poeta, teólogo o científico podría haber sospechado si no se la hubieran encontrado en el primer minuto de su infancia. Recuérdese ese ensayo en el que un individuo – posiblemente el mismo Chesterton – decide salir de casa para comprar tabaco y durante cinco o diez páginas páginas describe los pormenores homéricos del viaje al estanco, el silencioso intercambio comercial, las corrientes de coches y vecinos que atestan las aceras y lo zarandean, la súbita llovizna que amenaza empaparlo, un último golpe contra una farola colorada que parece un enhiesto dragón y, por fin, los últimos pasos triunfantes hasta llegar a la Ítaca de su sillón de cuero. Todo Chesterton está en ese ensayo, como todo él está en sus cuentos, sus novelas, su poesía sus biografías y sus dos obras de teatro. Jamás prefirió ser otra cosa en cualquier cosa que escribiera. La relación íntima e insospechada entre lo cotidiano y lo excepcional, la exaltación de la más humilde responsabilidad como un heroísmo que sostiene al mundo, el amor a las cosas vulgares que nos rodean, la vivacidad de un humor que indaga incansablemente en el amor a todo, desde la luz que entra por la ventana en verano hasta un cielo cárdeno al anochecer, desde el amor de los padres por sus sagrados hijos hasta el sabor de la cerveza negra. La que él prefería, por cierto.
Mi amigo el Gordo, después de una adolescencia y primera juventud esmaltadas de escepticismos, majaderías librepensadoras y herejías, volvió primero a la religión anglicana de sus padres y, más tarde, se convirtió al catolicismo. Creía que la Iglesia Católica era la organización eclesiástica que mejor conocía al ser humano y, sobre este conocimiento milenario, solo el catolicismo podía salvar a los hombres de sus errores, es decir, de sus pecados. Cuando conocía al Gordo fue tan tonto que le perdoné su catolicismo. ¡Qué pena que Chesterton fuera cristiano, peor todavía, católico! Luego reparé en que eso era una necedad vergonzosa. Chesterton se convirtió en Chesterton gracias al cristianismo que encontró a flor de vida, no pese a él. Toda la producción cultural del catolicismo, toda la impregnación cristiana de una cultura durante casi 2.000 años no es una enojosa prolijidad ideológica, sino parte sustancial de nuestra identidad.
Si la izquierda ni comprende ni quiere comprender la religiosidad de Chesterton, la derecha se hace la loca frente a otro de sus rasgos: su enérgico anticapitalismo. Para el Gordo el capitalismo – la explotación, la desigualdad, el hediondo cinismo de la acumulación de capital – era algo abominable que corrompía a los hombres. Uno de sus artículos más espléndidos lo escribió en 1910. Las autoridades locales de Londres habían decidido rapar a miles de niños y niñas para acabar con una plaga de piojos. El Gordo se enfureció. Al parecer –dijo más o menos – ninguno de estos imbéciles reparó en que lo que hay que eliminar son los piejos, no la cabellera de los niños. Chesterton se fija en una niña pobre de cabellos rojos como el fuego. «Unos cabellos limpios necesitan una casa limpia, una casa limpia pare todos necesita redistribuir la propiedad, y para redistribuir la propiedad hace falta una revolución. Que nadie se atreva a tocarle un pelo». Que nadie se atreva a dejar de leerte, querido Gordo, si quieren amar la vida.
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