Opinión | Risas y fiestas
Los cuerpos importan
Cuando pienso en crecer, pienso en Javier Navarro Soto-Egea, que escribió, con diecinueve años y durante el verano de la pandemia, un poema muy largo que terminó siendo su libro Hasta que nos duelan las costillas, publicado en 2023 por la editorial Cicely. Javi (le llamo Javi porque, aunque no nos hemos visto nunca en persona, somos algo así como amigas de internet) describe la adolescencia como una catedral ardiendo, crecer como un incendio que pretende devastar y desterrar algo tan hermoso, algo tan controlado, algo tan echable de menos como la infancia. Lo curioso, se dice el libro a sí mismo todo el rato, es que después extrañaremos la adolescencia. Nos sentiremos adolescentemente torpes en la adultez. Una cita de Ropavieja, de Lana Corujo, que me encanta: «Me encontraba bajo una cáscara de pollo menudo/demasiado blanda para la tristeza adulta».
Siempre, creo, he sido demasiado blanda para la tristeza que me ha tocado. Y siempre he percibido esa blandura en las demás, un miedo secreto al ir traspasando ciertas fronteras que parecen ser años pero no lo son: los veinte, los treinta, los cuarenta, los cincuenta… Destierros, de algún modo, catedrales ardiendo que nos obligan a olvidar ciertas certezas que hemos ido adquiriendo y nos han ido generando seguridad. A los veinte, por ejemplo, nos viene una punzadita rara que nos recuerda que nos queda poco ya de esa disculpa que es no ser niña ni adulta todavía, habitar un limbo precioso y cochino. A los treinta, otra que nos pica muchísimo para que nos enteremos de que somos adultas, es decir, seres independientes botados a la inmensidad de un mundo que debemos entender del todo ya sí o sí solitas.
Catedrales ardiendo, pero ¿qué arde? Arde el tiempo que se marcha, arden versiones nuestras que ya han cedido como un pijama que se usa durante mucho tiempo y se le estira tanto el elástico que se nos cae hasta los tobillos mientras buscamos el botito de café. Y arde, también, el cuidado que necesitamos. La noción que tenemos y que tienen los demás de cómo de vulnerables somos. En el episodio sobre la ternura de Manual de construcción, un podcast muy reciente que les recomiendo muchísimo, Leire Ipas y Naia Carlos reflexionan sobre por qué la infancia y la vejez nos generan un sentimiento de ternura a veces desbordante, y llegan a la conclusión de que tiene que ver con que en la infancia y en la vejez somos vulnerables, frágiles, no nos queda otra que entregar nuestra desvalidez a otras y necesitarlas.
Arde esa certeza de cuidado, ese no vernos obligadas a echarnos encima una piel gruesísima, ese no creer que debemos existir solas. Poder ser cuerpos que dependen de otros cuerpos y a los que así se les reconoce. Y, si tenemos la suerte (qué paradoja, pero es así) de que se nos cumpla con ese derecho, nos cuidarán. Lo que arde, en parte, en gran parte, es lo que importamos.
Para la filósofa Judith Butler, esta noción es un problema terrible. Gran parte de su obra ha estado dedicada a desentrañar ese laberinto simbólico, enraizado profundamente en un sistema capitalista que no coloca los cuerpos en el centro. Que no nos enseña a pensarnos como cuerpos, carne, en palabras de Judith Butler, precaria, interdependiente y desposeída. Esto quiere decir: el cuerpo es precario porque no puede sobrevivir por sí mismo, necesita cosas que no están en él, refugio, alimento, afecto. Es interdependiente porque esto se lo da un cuerpo a otro, y el otro cuerpo a otro, y nos necesitamos. Es desposeído porque, entonces, no nos pertenecemos solo a nosotras mismas: también en las otras está parte de nuestra supervivencia, existencia, y las otras pueden cuidarnos o violentarnos. Y eso formará parte de nuestras condiciones de vida y no podremos escogerlo.
Sí, lo sospechábamos cuando las catedrales ardían y llorábamos doblando calcetines y nos dolía el estómago pensando en el miedo que da que nadie esté contigo mientras lo haces o que nadie te quiera de forma protectora. No podemos solas porque no somos suficiente, y las otras tampoco pueden solas porque no son suficiente, y una amiga, una madre, una novia, una vecina, no es solo un accesorio para echarnos unas risas, un aporte de valor y tiempo feliz, como nos quiere vender el discurso capitalista de la individualidad. Es alguien que, para vivir bien, nos necesita.
Y nosotras no somos seres adultos echados ahí al abandono absoluto. Los sistemas deben responder por nosotras y garantizarnos unas condiciones dignas de vida, porque eso son, para eso están, y colocar el dinero en el centro jamás nos garantizará esto. Somos cuerpos con todas sus consecuencias, y los cuerpos, como plantea Judith Butler, importan, importan todos. Hay catedrales que nacen ya quemadas. Hay catedrales que se queman de repente. Hay catedrales.
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